Cumple este martes Jordi Pujol 90 años casi en la clandestinidad y privado de cualquier tipo de reconocimiento público, excepto el organizado por un grupo de seguidores leales que han abierto una especie de felicitación online. Para muchos, él se lo ha buscado después de la decepción que produjo en tanta y tanta gente su confesión del 25 de julio de 2014, cuando reconoció, en un comunicado, haber tenido dinero sin regularizar en el extranjero. Para otros, simplemente, una condena excesiva y solo explicable por el antipujolismo existente en amplias capas de la sociedad catalana. En cualquier caso, el Pujol político es, guste a sus detractores o no, el referente imprescindible para entender Catalunya en la segunda mitad del siglo XX y en los primeros años del cambio de siglo. El catalanismo político ha mamado de Pujol en una proporción idéntica que el socialismo hispano lo ha hecho de Felipe o la derecha española del binomio Fraga-Aznar.

Analizar Jordi Pujol solo a partir de la corrupción es casi lo mismo que pretender examinar su legado prescindiendo de ella. Porque, como sucede con todos los personajes cuya biografía ha quedado truncada de golpe por un escándalo, el ídolo cae y se hace trizas. Solo un tiempo después se pueden volver a unir los pedazos. Pero su obra existe. ¿Cómo no va a existir aquello que el antipujolismo quiso acabar como fuera y no lo consiguió en sus 23 años de president? La fuerte identidad nacional de Catalunya claro que es fruto de la historia, de muchos siglos moldeándola y de muchas derrotas a las espaldas. Pero, en la época reciente, desde 1980 con las primeras elecciones autonómicas, este nuevo brío ha tenido nombres y apellidos. Y luces y sombras, claro. Y una corrupción confesada por parte de Jordi Pujol que lo empaña casi todo. Pero no todo, como algunos parecen querer. No nos engañemos: el pujolismo existe aunque hoy nadie quiera ser formalmente su heredero político.

Igual que existe el felipismo pese a los GAL como organización criminal que asesinaba personas o el aznarismo pasando por encima de la implicación de España en la guerra de Irak o la corrupción desmedida que se observa cuando se ve la foto de su primer Consejo de Ministros. O la Alemania que reconoce a Helmut Kohl como padre del estado actual ya que fue durante 16 años canciller y el político que llevó a cabo la reunificación del país aunque más tarde tuvo que dimitir por corrupción. Kohl habría cumplido este pasado mes de abril también 90 años.

En muchas ocasiones, Pujol soñó un final de su vida política como el de aquel canciller que idolatraba y vio caer en el ostracismo con el final del pasado siglo y en medio de un daño muy grande a su reputación. Fue el primer aviso y, quizás, entonces empezó a imaginar y a temer que su futuro no sería tan diferente. Faltaban muchos años aún para que la deixa de Florenci Pujol entrara en acción. Curiosamente, Kohl tampoco supo retirarse a tiempo de la vida política. Antes de morir, mereció varios gestos discretos, muy discretos y minoritarios, de rehabilitación y reconocimiento. Su muerte, en junio de 2017, fue, sin embargo, un reencuentro con todos aquellos que le habían olvidado. "Muere el padre de la nueva Alemania", tituló el principal diario del país, olvidando la feroz campaña que había hecho para que abandonara la política por corrupción. Y Estrasburgo realizó el primer funeral de Estado de la UE.

La historia solo nos deja ejemplos y no hay dos situaciones iguales. Pujol se sabe condenado y ha asumido su desaparición de la escena pública. Sabiendo quizás que, en su caso, la losa de su confesión ha tumbado al ídolo y se ha llevado por delante también a la persona.