Aunque en Europa ha habido en los últimos años diferentes conflictos bélicos, tanto en la misma Ucrania ―de hecho, se calcula que desde 2014 ha habido una decena de miles de muertos en la región del Donbás y en la península de Crimea―; entre Armenia y Azerbaiyán, con también unos 7.000 muertos; y, si nos vamos más atrás, en Georgia, muy probablemente habría que remontarse a la Guerra de los Balcanes, que causó decenas de miles de muertos, para que los europeos cobraran conciencia al despertarse este jueves de que tenían un conflicto bélico en su patio trasero. Porque la invasión de Ucrania que ha desatado el presidente ruso, Vladímir Putin, llegando hasta Kiev, su capital, y tomando el control de las principales ciudades del país, es, por ahora, una guerra con Occidente en toda la regla. Para empezar, con Estados Unidos y con la OTAN pero también con la Unión Europea, este club de políticos bien intencionados que comprueban, una vez más, como la guerra se libra en su continente y ellos son meras comparsas de la nueva guerra fría entre rusos y estadounidenses.

Menos de 24 horas le ha costado a Putin abarcar militarmente las ciudades más importantes del perímetro de Ucrania y demostrar que no estaba dispuesto a alejarse lo más mínimo de la imagen de zar imperial que Occidente tiene de él. Ha dado el paso cuando muchos analistas pensaban que no sería capaz de ello, sin aparente temor alguno a las represalias que ya sabe que va a tener y que no le han intimidado. Quizás porque cree que Estados Unidos no acabará involucrándose a fondo en un conflicto que le coge geográficamente demasiado lejos, con otros objetivos en el horizonte más centrados en la economía y con un presidente como Joe Biden que, aparentemente, es reacio a una escalada militar al máximo nivel, como ya se vio en la precipitada huida de los soldados norteamericanos de Afganistán.

La primera reacción desde la Casa Blanca ha sido de un perfil político bajo, limitándose a anunciar que enviará tropas a Alemania para participar en la respuesta que acuerde la OTAN, pero descartando involucrar al ejército norteamericano en una lucha contra las tropas rusas en suelo ucraniano. Aquí está una primera gran diferencia: los rusos pueden estar dispuestos a morir por lo que consideran una parte de Ucrania que consideran que es suya y un camino para la reconstrucción de su imperio, mientras que en la Unión Europea y en Estados Unidos no hay, ni de lejos, un sentimiento semejante sobre un país que está a más de 3.000 kilómetros de París o Londres o a 1.500 de Alemania.

Enseñadas las cartas, al menos las primeras de la partida, hay que ver en qué se concretan las sanciones económicas, las más importantes de las cuales no tendrán, obviamente, un efecto inmediato, y, si, tras la invasión, Putin quiere anexionarse toda o una parte de Ucrania, dividiendo el país en dos: la parte prorrusa como repúblicas independientes bajo la tutela de Moscú y el resto de Ucrania independiente, siempre que se garantice que no formará parte de la OTAN. Todo eso se verá en los próximos días, pero parece evidente después del paso que ha dado que la combinación de una seguridad que creía que no tenía con los movimientos de la OTAN en Ucrania y el orgullo herido por lo que fueron antaño y ahora no son, han pesado más que la vía diplomática, la política, el diálogo y los acuerdos de paz.

Dos últimas reflexiones sobre la Unión Europea: con Josep Borrell como alto representante de la Unión para Asuntos Exteriores y de Seguridad es muy probable que nada le salga bien al Viejo Continente, ya que su capacidad de diálogo y de entendimiento con un adversario es mucho menos que nula. Borrell es el bombero pirómano que, lejos de rebajar un fuego, lo acaba haciendo más grande. Segundo, lamentablemente, vamos a volver a asistir a un papel muy pequeño de la Unión Europea en un conflicto que tiene lugar en el continente. Se va a poner de manifiesto, una vez más, que mientras Europa no llegue a su unidad política, será un juguete roto y que su rol será algo así como el que tendría Andorra en un conflicto entre España y Francia: insignificante.