Se ha cumplido esta semana un año de las elecciones del 10-N,  que dieron pie, de la mano de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, al denominado gobierno del cambio ya que por primera vez iba a haber un gobierno de España en coalición y una formación como Podemos se iba a estrenar con varios ministros. Es cierto que analizar a fondo el tiempo transcurrido y compararlo con otro momento reciente podría ser injusto ya que la pandemia y la lucha contra el coronavirus ha ocupado buena parte de las carteras ministeriales aquí y en el mundo entero. Pero hecha esta salvedad, sí que este primer año muestra de una manera clara al menos tres cosas: líneas de actuación, prioridades y compromisos. Es en esos tres aspectos que el tiempo transcurrido es decepcionante y, por lo que respecta a la carpeta catalana, una verdadera estafa.

Ninguna línea de actuación del Ejecutivo ha ido destinada a rebajar el conflicto político entre Catalunya y España, la represión ha continuado con una intensidad que no permite percibir ningún cambio mínimamente destacable que permita ser anotado en el haber y ha sido flagrante el recurso de acudir a Ciudadanos para conformar una mayoría cada vez que en Madrid ha habido un ruido que podía ser incómodo para Pedro Sánchez. Tampoco se ha establecido por parte de la Moncloa ninguna prioridad respecto a la carpeta catalana en temas de gestión ordinaria que van desde mejorar la financiación hasta las inversiones en infraestructuras y el cumplimiento de la letra y de las cifras de los presupuestos. No hay indicios de que Catalunya no se haya quedado una vez más por debajo de la media y Madrid muy por encima, siguiendo la tónica habitual.

Siendo todo eso importante, nada de todo lo señalado alcanza al nivel de engaño de los compromisos adquiridos en una cosa tan concreta como la denominada mesa de diálogo, que en su inicio era básicamente una mesa de negociación. Tan solo ha habido la cita constitutiva del 26 de febrero en la Moncloa bajo la presidencia de Pedro Sánchez y Quim Torra. Aunque la reuniones tenían que haber tenido como máximo periodicidad mensual, Sánchez y su implacable reguero de medios de comunicación afines se las han ido arreglando para bloquear todas las citas y, además, por en medio se han desembarazado del president de la Generalitat, animando y aplaudiendo una insólita inhabilitación por no descolgar una pancarta del Palau de la Generalitat, lo que no tenía más recorrido de una multa administrativa. Pero, sorprendentemente, Torra ha sido amortizado tan rápidamente que ya no forma parte del paisaje político catalán, una situación que no pasó ni con Artur Mas, ni con Carles Puigdemont.

Ha sido una verdadera tomadura de pelo al gobierno de Catalunya y a los partidos que le dan apoyo, que han estado mucho más pendientes de la desgastadora batalla por la hegemonía del independentismo. Mientras, en el otro lado, el gobierno de Sánchez e Iglesias era capaz de trenzar discretos o no tan discretos acuerdos con Ciudadanos o Partido Popular para que la carpeta catalana siguiera en el último de los cajones. La España eterna, o casi, e inamovible: con Sánchez o con Rajoy.