Con pocos días de diferencia, han muerto dos periodistas importantes del país. Forjados en ámbitos profesionales muy diferentes, ocuparon cargos de mucha responsabilidad en la historia reciente de Catalunya. Antonio Franco Estadella y Ramón Pedrós Martí compartían edad, 74 años; tenían, casualidades de la vida, una vinculación emocional importante con la ciudad de Lleida y atesoraban historias impagables del periodismo, la política, la economía, el poder, las instituciones y las relaciones no siempre fáciles entre esos mundos. A ambos los traté, puedo decir que a fondo, en momentos en que el periodismo era, en algunos aspectos, más rudimentario, mucho más parecido a un oficio sin horarios que a una profesión con el cronómetro sobre la mesa. El actual mundo de la comunicación no existía y el periodismo no tenía enfrente la legión de directores de comunicación que hoy impiden que podamos hacer nuestro trabajo.

Mucho se ha escrito estos días sobre Antonio Franco, al que muchos admirábamos. Unos pocos cientos hemos confirmado, con el paso de los años, que fuimos privilegiados con sus gritos, su pasión, su tozudez y, sobre todo, con su profesionalidad. Porque una generación de periodistas de la ciudad, si no era de Antonio Franco, no estaba en la lista de los escogidos para trabajar de sol a sol y aprender así de su impagable magisterio, pues reunía una condición al alcance de muy pocos: sabía mandar y todo el mundo le quería.

Franco era un gigante en un país pequeño y temeroso. Capaz de discutir con los más poderosos sin aflojar ni un milímetro si la razón le acompañaba, y de ser entrañable y próximo hasta con el último de sus lectores, tanto en El Periódico, diario que puso en marcha a finales de los años 70, como en El País, donde arrancó su edición catalana en 1982. Eran momentos en que parecía posible que España abandonara sus miedos atávicos a una transformación que acomodara al catalanismo.

Este es un país en que los obituarios suelen ser empalagosos y necesariamente benévolos. Antonio Franco también ha sido aquí la excepción. Ningún elogio ha sido impostado. Se ha hecho justicia a un periodista indómito, defensor de la verdad. Lo ha dicho la profesión, sin duda lo único importante para él, que nunca escribió para los potentados. En un país pequeño, falto de modales institucionales de Estado y carente de protocolo funerario para sus próceres, las  ausencias en el funeral de Franco destacaban más que las presencias. Claro que a él no le hubiera importado, incómodo como estaba siempre con los elogios de los políticos y de los poderosos.

Las ausencias, algunas tan injustas como incomprensibles, molestaban, en todo caso, a los presentes. Pese a ser un francófilo convencido, seguro que hubiera visto como una exageración que se le hubiera hecho el funeral de estado que se celebró en París para el actor Jean Paul Belmondo, en el patio de honor de Los Inválidos, un recinto histórico en el que Francia rinde homenaje a sus ciudadanos ilustres fallecidos. Bebel era solo un actor, un gran actor, una persona querida por los franceses, como lo era el también actor Pepe Rubianes, fallecido en 2009. Aquí todo es tan informal, tenemos un país tan cogido con pinzas, que no sabemos ni despedir como se merecen a nuestras personas más ilustres.