La cabra siempre tira al monte. Formo parte de la legión de analistas que siempre he pensado que el presidente del Gobierno es un excelente político táctico, despiadado a la hora de incumplir sus compromisos y capaz de desdecirse todas las veces que haga falta de su palabra dada. La amnistía es el ejemplo más claro. Como él mismo reconoció el pasado mes de octubre, en el comité federal del PSOE, a la hora de defender la amnistía a los dirigentes independentistas catalanes encausados por el procés, había llegado el momento de “hacer de la necesidad virtud”, ya que era la única vía para que hubiera un Ejecutivo y evitar una repetición electoral. Y, donde dije digo, digo Diego y aquí no ha pasado nada. Aquel secretario general del PSOE que había liderado junto a Mariano Rajoy la aplicación del 155 y la supresión del Govern en 2017, se transmutaba en el ariete que aprobaría la amnistia. ¿Por una silla? Sí. Por una silla. ¿Es política? Sí. Es política.

Por eso, cuando anunció solemnemente el pasado miércoles que se tomaba un período de cinco días para reflexionar sobre si valía la pena continuar por los ataques recibidos y por el hecho de que su mujer, Begoña Gómez, apareciera implicada en casos de corrupción, y que un juez de Madrid le hubiera abierto una causa como investigada, no tuve duda de que era una maniobra más de las suyas. El paso de los días, el silencio del que estaba rodeada esta reflexión, las manifestaciones de apoyo de la organización socialista, el montaje organizado de visitar incluso al Rey este lunes para comunicarle la decisión, me convenció de que, quizás sí, que esta vez la persona había desplazado al político. Lo que él mismo ha definido como el amor. O que razones de peso que igual iremos sabiendo le conducían a dejar la Moncloa.

Pero no. Era una falsa mirada de la realidad. Había conseguido engañarnos una vez más y después de teatralizar con un éxito indiscutible —diarios dando por segura su marcha y tertulianos en directo narrando su adiós y declarando con rotundidad que se iba en una especie de insólito duelo público—, el genio de la táctica daba a conocer su último juego de magia: me quedo. Había sufrido un bajón y ya lo había superado. La España de charanga y pandereta, como empieza el célebre poema El mañana efímero de Antonio Machado, encarnada en un gesto, una actitud, una farsa. Pedro Sánchez nos ha enredado como bobos, mientras los coros de siempre —este domingo se sumó el mundo del teatro de la generación Almodóvar, del que hacía un cierto tiempo que no sabíamos nada—, le pedían que siguiera, ya que solo él podía salvar, según parece, la democracia española.

Pedro Sánchez nos ha enredado como bobos, mientras los coros de siempre —este domingo se sumó el mundo del teatro de la generación Almodóvar—, le pedían que siguiera ya que solo él podía salvar, según parece, la democracia española

Es muy fácil este lunes ser mínimamente crítico con la decisión del presidente, que habrá alegrado a los suyos pero que deja un reguero de incongruencias difícilmente comprensibles para los demás. Hay que tener una cierta edad, seguramente, para recordar episodios de presidentes acorralados por la oposición, los medios de comunicación y lo que se entiende por deep state que han sufrido un acoso similar o incluso peor. Sin ir más lejos, Adolfo Suárez, en 1981. La acción del PSOE de aquella época tiene aún episodios oscuros alrededor de la figura del exgeneral Alfonso Armada, el más relevante de los cuales es el de una famosa cena en Lleida en las semanas previas al golpe de Estado del 23-F. Aquello sí que debió de ser duro. Y ante la pregunta de si debía seguir, Suárez se contestó: "Yo no quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España". Y se fue.

Cuarenta y tres años después, el país ha cambiado, ciertamente. Pero viendo el penoso circo de estos días, el abuso de las instituciones y la telenovela en prime time que han tenido a bien pasarnos desde Madrid, con un aire más propio de las series venezolanas que de una democracia seria, la única conclusión es que el cambio producido ha sido a peor. Una vez leí que se había realizado un experimento en varios países a actores profesionales y que la conclusión era que los actores casi nunca sienten las emociones del personaje que representan. Independientemente de cuáles fueran las emociones, en el escenario siempre aparecían como un juego o una fantasía. La Moncloa bien merece incorporarse a la cartelera de Teatro en Madrid porque la obra Sánchez, quédate seguro que supera a la exitosa La madre que me parió, que se representa en el teatro Larra en su séptima temporada con un argumento nada liviano: si quieres saber con quién te casas, conoce bien a tu suegra.