No debe ser casualidad que, en vísperas del cuarto aniversario del referéndum del 1 de octubre, se hayan puesto de acuerdo tres expresidentes del Gobierno español para salir a predicar por las Españas sobre Catalunya; y que, dos de ellos, José María Aznar y Felipe González, lo hayan hecho con su tono insultante y soez, alejado de cualquier mínima norma de respeto y educación. Desbocados y abonando su condición de jarrón chino y de elefante en medio de una cacharrería. De aquella derrota enorme, que dejó a España al borde del ridículo de unas urnas que no encontró y que se colocaron por miles en todos los colegios electorales de Catalunya, el deep state no se ha repuesto. Por ello, en estas fechas, remueven del armario las viejas glorias, irreconocibles y desnortadas, para que ultrajen y difamen por las esquinas.

Pues no es otra cosa lo que ha hecho Aznar en Sevilla  acompañando a su sustituto en el PP, Pablo Casado. Acostumbrado a ocupar toda la pista con su lenguaje subido de tono —¡cómo le persigue el pacto del Majestic de 1996, cuando hizo la mayor concesión que ha hecho nunca un presidente del Gobierno de España para evitar que la Moncloa se le escapara!— dejó esta frase para los titulares del día: "España es una nación, no siete, ni cuatro, ni veintiuna. No es un estado plurinacional, ni multinivel, ni la madre que los parió". Claro, lo tuvo difícil Casado para superar el improperio, ya que dijera lo que dijera sería una anotación al final de un texto periodístico. Los teloneros, por una u otra cosa, le están robando el protagonismo de la convención del PP. Si no, que mire al expresidente de la República Francesa, Nicolás Sarkozy, su acompañante de la víspera, agasajado y elogiado por el presidente del PP,  y hoy ocupando grandes titulares en la prensa francesa por su nueva condena por corrupción.

Si Aznar utilizó Sevilla, Felipe González lo hizo en Galicia en un foro denominado la Toja-Vínculo Atlántico donde no debía ser fácil hablar de Catalunya. Pero González lo logró comparando a Franco con catalanes y vascos bajo el epígrafe de "inquisidores" en un monólogo de aquellos tan propios de su expresidencia. También tuvo tiempo para los presos políticos y exiliados en medio de ironías sobre la libertad y aquellos que piden más libertad. Será porque él, haga lo que haga, la libertad la tiene asegurada ya que el manto de la transición, que lo tapa casi todo, ya se ocupó de ello. A Mariano Rajoy, su compañero de coloquio, le pasó como a Casado y también se quedó sin titulares.

Los prohombres de la España unida saliendo a mamporro limpio para eclipsar el 1-O y el rey Felipe VI visitando sin repercusión alguna el Automobile, el salón del automóvil de Barcelona, en medio del ostracismo institucional mientras aparentaba una falsa normalidad. La unidad territorial por la fuerza tiene esas cosas. No fue, sin embargo, el plato más amargo de la jornada para el monarca español, que tiene como lectura para las próximas semanas el libro Mon roi dechu, escrito por la historiadora Laurence Debray en cooperación con el Emérito y donde se evidencia la ruptura entre padre e hijo y las opiniones del rey fugado sobre su sucesor. Como para seguir corriendo.