Como ya era previsible, que no lógico, la Fiscalía General del Estado ha decidido no presentar ninguna euroorden ni pedir ninguna orden de detención internacional contra la consellera Clara Ponsatí. Era previsible, porque a diferencia de ocasiones anteriores, los medios de comunicación que divulgan información confidencial de la Moncloa habían tenido sumo cuidado en no amplificar informativamente el tema durante todo el fin de semana. Así ha sido desde que la propia Ponsatí anunció vía Twitter el pasado sábado que había fijado su residencia en Escocia, abandonando su exilio de Bruselas, para retornar a dar clases en la Universidad de Saint Andrews. Y no es lógico porque la actuación injusta e inhumana del juez Pablo Llarena con Oriol Junqueras, Joaquim Forn, Jordi Sànchez y Jordi Cuixart, a los que retiene en las prisiones de Estremera y Soto del Real, le obligaba, en justa correspondencia, a actuar de la misma manera en el ámbito internacional.

Pero no ha sido así. Lo cual es una buena noticia no solo para Ponsatí y para los miembros del Govern exiliados en Bruselas, empezando por el president Carles Puigdemont y también para los consellers Toni Comín, Lluís Puig y Meritxell Serret. También lo es para poner de relieve ante la opinión pública española y catalana cómo se puede armar una causa judicial con acusaciones tan graves como rebelión y sedición sin que eso mismo pueda ser defendido ante los tribunales de otros países. Con el Reino Unido, ya son cuatro: además de Bélgica, Dinamarca —a cuya capital, Copenhague, se desplazó Puigdemont— y Suiza —que acoge en Ginebra a la exdiputada de la CUP Anna Gabriel—. La percepción de que a los líderes independentistas acusados se les está sometiendo a un proceso judicial a medida no hace sino reforzarse con actitudes como la adoptada por el fiscal general del Estado.

El Estado tiene un problema evidente de credibilidad en todos los movimientos judiciales que está realizando. En el plano exterior ya se ha visto. Y en el plano interior el impacto del auto del juez Llarena prohibiendo al diputado Jordi Sànchez estar presente en el pleno del Parlament que tendría que votar su investidura a la presidencia de la Generalitat no ha hecho sino propagar el evidente efecto de violentar las leyes para impedir a un parlamentario que no está privado de sus derechos que acceda a la más alta magistratura de Catalunya. Como ya sucedió en el caso de Puigdemont, cuya candidatura fue vetada por el Tribunal Constitucional, un día los tribunales internacionales decidirán sobre la actuación de la justicia española. El caso de Sànchez lleva el mismo camino. El interrogante es cómo se las apañará Llarena con el diputado Jordi Turull, en libertad desde el pasado 4 de diciembre, después de pasar más de un mes en la prisión de Estremera. Será el plan C de la investidura.