Uno tiene la impresión de que el Estado español ha perimetrado bien cuáles son sus fragilidades —básicamente, dos: el independentismo catalán y la corrupción de la monarquía— y ha decidido aplicarles la misma receta: de estos temas ni se habla. Antes pagar el peaje de ser tratado como un Estado que impide la libertad de expresión y coarta el debate parlamentario que, una semana tras otra, se evidencie la descomposición del sistema y la estela de corrupción económica que envuelve al anterior jefe del Estado y a su familia. Por cierto, que Juan Carlos I, después de semanas de publicarse noticias sobre sus ganas de volver a España, ha caído en el olvido de los siempre amables medios madrileños cuando se han cumplido ya los nueve meses de su fuga a los Emiratos Árabes Unidos.

Con esta actitud un punto chulesca e inamovible, la Mesa del Congreso de los Diputados se ha negado a aceptar a trámite la ley de amnistía para los presos políticos, exiliados y represaliados independentistas. No es que el pleno de la Cámara Baja española haya rechazado la amnistía, que, sin duda, lo hubiera hecho sin ningún matiz. Es algo mucho más ruin y descarnado. EL PSOE, el PP y Vox han impedido la tramitación con alegaciones jurídicas varias, que siempre que se quiere existen si lo que se pretende es rechazar al precio que sea cualquier debate. El PSOE y Vox, toda una curiosa pareja de baile cuando se trata de abordar temas que tienen que ver con demandas que llegan desde la mayoría independentista de Catalunya y que cuentan con una mayoría aún más amplia del Parlament.

Lo cierto es que los partidos españoles no se confunden nunca cuando tienen que identificar cuál es realmente su adversario y un típex borra la línea ideológica hasta hacerla desaparecer. Ya no hay ni derecha extrema, ni extrema derecha. Hay una unidad y convergencia de intereses alrededor de una España unida. Estos días que los partidos independentistas nos están obsequiando con un ejercicio de gran inmadurez difícilmente justificable de arrancarse en directo las entrañas, hay que mirar más que nunca lo que hace Madrid. Al uso que hace del poder que tiene y que utiliza —lleva siglos haciéndolo— para medrar siempre que puede y para mover sus peones.

En el caso de Pedro Sánchez se añade una habilidad innata para gestionar el presente y generar expectativas. Una de ellas son los indultos, el plan B del gobierno frente a las demandas de amnistía. Con esta eventualidad llevan meses jugando en la Moncloa y mandando mensajes de que esta vez va en serio. Y es probable que alguna vez lo sea. Son varios los incumplimientos desde el pasado otoño y ahora se insiste en que será en junio. A los presos políticos de Lledoners ya se les ha hecho llegar este mensaje después de las elecciones de Madrid. Escéptico como soy ante todo lo que Sánchez promete, esta vez tampoco me lo acabo de creer, aunque alguna vez será verdad. Jugar con la libertad de unas personas no es de recibo, máxime tras la condena que tuvieron después de un juicio injusto. Pero de eso nadie parece acordarse, como del nuevo espolio que está a la vuelta de la esquina del Tribunal de Cuentas y que afecta a una treintena de dirigentes que tendrán que depositar una fianza, según se especula, no inferior a los 25 millones de euros. Es como lo de la amnistía: se deciden los temas de los que se puede hablar y de los que no.