Frente a la decisión de los políticos españoles de reprimir a la sociedad catalana en octubre de 2017, llega ahora lo que parece un empeño táctico del gobierno del PSOE: el indulto para los nueve líderes capturados del procés. A saber, los seis miembros del Govern -Oriol Junqueras, Jordi Turull, Josep Rull, Raül Romeva, Quim Forn y Dolors Bassa-, la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, y los líderes de la entidades soberanistas, Jordi Cuixart y Jordi Sànchez.

En Madrid, unos claman en contra de restañar las heridas causadas por el atropello jurídico que significó el juicio convocando manifestaciones y recogiendo firmas, y otros, los supuestamente moderados, se debaten sobre cómo deberían ser los indultos que ahora impulsa Pedro Sánchez. En ninguno de los dos bandos se aprecia intención de enmienda sobre cómo el Estado abordó las reiteradas peticiones de los líderes catalanes —desde el president Pasqual Maragall en 2003 con su propuesta de Estatut que sería mutilado con escarnio, hasta Carles Puigdemont, que ejerció el cargo en 2016 y 2017— para que la ciudadanía de Catalunya pudiese decidir su futuro de manera libre y democrática.

Ningún partido de ámbito español propuso nada trascendente en este sentido. Todos ellos, por lo tanto, son responsables de que España haya entrado en un túnel represivo cuya salida es aún hoy muy lejana. Las instituciones del Estado siguen persiguiendo al independentismo catalán con saña, como lo demuestran las reclamaciones dinerarias y millonarias del Tribunal de Cuentas al Govern por la política exterior y al Diplocat. Todo ello, desde 2011.

La fuerza social y electoral del independentismo es hoy tan sólida como lo era en 2017 cuando se celebró el referéndum del 1 de octubre y la declaración de independencia del Parlament de Catalunya. Por cierto, nunca anulada por la Cámara catalana. Los efectos de la represión no han debilitado su fuerza electoral -tampoco los enfrentamientos de los partidos independentistas-, pues llevan ganando las elecciones desde el 2015. Eso sin contar que, en 2012, Artur Mas decidió dar un vuelco a la política catalana, con el apoyo de Oriol Junqueras, para encaminarla hacia la ejecución del derecho a decidir por el que habían clamado la mayoría de los catalanes en la Diada de ese año. Las encuestas demuestran que el derecho a decidir tiene actualmente el 80% de apoyo ciudadano.

No existe una disociación entre los catalanes y sus líderes independentistas, como se pretende hacer creer en Madrid. Los partidos independentistas tienen una holgada mayoría parlamentaria y el 52% de los votos, aunque el hoy primer partido de la oposición, el PSC, quedase en primera posición en las últimas elecciones del mes de febrero. Los partidos independentistas no van a dejar de serlo por el hecho de que sus líderes estén encarcelados. Tampoco porque el PSOE de Pedro Sánchez (que ni mucho menos representa a todo el socialismo español) haya decidido acarrear con el riesgo de un indulto parcial y reversible a los presos, con la intención de arrinconar todavía más a la derecha a Pablo Casado y asegurarse el apoyo de ERC.

Los españoles de bien deberían admitir que el régimen constitucional de 1978 está en crisis. Empezando porque ha quedado demostrado que la monarquía se benefició de la corrupción generalizada en España, y porque el nacionalismo español es cada día más intransigente. La cobardía de los políticos españoles, su ofuscación por beneficiarse de la centralización de recursos y servicios no solo es una forma de explotación de los demás, sino que ha generado un desarrollo desigual, ha empobrecido a territorios ricos como Catalunya, además de alimentar las ansias de libertad, de autodeterminación de muchos catalanes que progresivamente han ido decantándose por la independencia.

La represión —que nadie, ni los que hoy justifican en España las bondades del indulto, rechaza— no podrá contener esa tendencia. El daño causado por la represión requiere de algo más que una simple medida de gracia parcial. Reclama política y una negociación seria entre el Estado y los independentistas para encontrar conjuntamente la solución democrática al conflicto. Tampoco ayudan las lecciones desde 600 kilómetros sobre lo que se entiende por una democracia sólida, que no es ni mucho menos la española, por más que lo reitere con ahínco su clase dirigente al referirse a los catalanes desde una falsa superioridad. 

Estaría bien que los españoles entendiesen de una vez para siempre algo muy sencillo. Si los partidos independentistas son legales en Catalunya y en otros territorios, esos partidos tienen derecho a llevar su objetivo hasta sus últimas consecuencias cuando obtienen la fuerza parlamentaria que hoy estos partidos tienen en Catalunya. La anomalía, en todo caso, es que la respuesta del Estado a las reiteradas peticiones de acordar un referéndum, como se ha hecho en otras partes del mundo, sea siempre negativa.

Lo que impide llegar a una solución democrática sigue siendo la preeminencia en España de un nacionalismo españolista, centralista y militarista (aunque ahora lo ejerzan la policía y los jueces) que no ha evolucionado ante los cambios impuestos por la metamorfosis de lo que se entiende por soberanía en el siglo XXI y en muchas partes del mundo. En España, en cambio, se siguen jaleando los pronunciamientos como si estuviéramos en el siglo XIX.