Es un miércoles por la noche de finales de julio a la hora bruja y la Rambla de Barcelona luce con todo su esplendor decadente, como una serpiente venenosa que muda de piel por enésima vez, siempre inmune al ajetreo de la gente que la pisa sin rumbo aparente y sin apenas memoria histórica. Puede que este sea su secreto para no perder la cordura en estos tiempos tan convulsos que nos ha tocado vivir, con la inmediatez de las redes sociales y el polvo gris asomando bajo los adoquines.
El síndrome del impostor
Como acostumbra a suceder en estas ocasiones, hay cierta puntualidad británica cuando abren de par en par las puertas del Gran Teatre del Liceu y, como era de esperar, a muchos les invade el síndrome del impostor al profanar su hermosa escalinata centenaria en zapatillas y mangas de camiseta. Aunque hoy, el templo de la ópera barcelonés se asemeja más a un juke joint del profundo sur americano o una pequeña sala de conciertos perdida en un cruce de caminos polvoriento. Esta noche actúa ni más ni menos que Robert Plant, una de las grandes estrellas del rock de todos los tiempos, acompañado por la cantante Suzi Dian y esa maravillosa banda de trovadores ingleses llamada Saving Grace con la que lleva varios años recorriendo el mundo con el noble objetivo de reimaginar su legado musical.
Hoy, el templo de la ópera barcelonés se asemeja más a un juke joint del profundo sur americano o una pequeña sala de conciertos perdida en un cruce de caminos polvoriento
Lo primero que llama la atención al entrar es la imagen de un enorme búfalo mirando impasible hacia el horizonte que aparece proyectada detrás del escenario. La misma imagen que aparecerá en la portada del primer disco del cantante acompañado por esta formación, que llegará al mercado y a todas las plataformas de streaming a finales de septiembre. Entonces te das cuenta de que, en los tiempos frenéticos que corren, no es demasiado habitual ir a un concierto sin haber escuchado previamente el disco que están presentando. Aunque este pequeño detalle anacrónico aporta más magia a la velada porque rompe con el guion establecido y deja margen a las sorpresas. Todas las sorpresas que pueden sonar en un escenario desnudo, donde ya están dispuestas las guitarras acústicas, sus hermanas eléctricas, las mandolinas, los banjos, un violoncello y una batería que se alza imponente, como un castillo amurallado en plena campiña escocesa. En el centro, dos solitarios micrófonos que han echado raíces en la tarima de madera gracias a un juego de maracas y la caja de una armónica apoyada a sus pies. ¿Qué más se necesita para una noche de música de raíces y un poco de rock and roll?

Robert Plant ha actuado este miércoles en el Gran Teatre del Liceu / Foto: Pepe Torres / EFE
Entonces suena por megafonía el primer aviso: faltan diez minutos para que empiece el concierto. La gente acelera el paso en la platea, mirando sus entradas sin saber si tienen butacas pares o impares. El gran dilema de la velada. Enseguida otro aviso: faltan cinco minutos para que empiece el espectáculo. Una conocida cantante de soul de la ciudad desfila por el pasillo central. Un fan con una camiseta de Led Zeppelin (cargando una bolsa repleta de vinilos para que se los firmen) no se conforma con su butaca en la tercera grada y mira si quedan asientos libres en otras latitudes. Y de repente, el último aviso: faltan tres minutos para que arranque el show. Carreras de última hora, periodistas saludando a periodistas (muchos periodistas) y un buen amigo de Nou Barris fotografiando el escenario vacío, seguramente pensando que en ese preciso momento podría estar en su amada Nueva Orleans. El tiempo le acabará dando la razón, por supuesto.
Eso no es un concierto, es un ritual
Como nos han prometido, las luces se apagan y la banda entra en escena. Primero los músicos ataviados para la ocasión y luego los cantantes, como marca el libro de estilo musical desde tiempos inmemoriales. Suzi Dian está exultante con su falda infinita y Robert Plant sonríe mientras saluda a los asistentes. Es plenamente consciente de su magnetismo y quiere dosificarlo bien para enamorar al público cuando más le convenga. Sin más preámbulos, suenan los primeros acordes de The Cuckoo y queda claro que esto es mucho más que un concierto. Es un ritual ancestral que une a diversas generaciones gracias a unas canciones que han sobrevivido al paso del tiempo, pero que todavía tienen mucho que contarnos. La unión de la forma, del contenido y de la interpretación (el orden de los factores no altera el resultado) para reinventar un repertorio propio y ajeno como si fuera la primera vez que lo escuchamos.
Es un ritual ancestral que une a diversas generaciones gracias a unas canciones que han sobrevivido al paso del tiempo, pero que todavía tienen mucho que contarnos
A partir de este momento se desata la locura colectiva, como sucede en las iglesias del sur de los Estados Unidos cualquier domingo al mediodía. El público aplaude y grita porque es consciente de que en la siguiente hora y media puede suceder cualquier cosa. Como esa preciosa versión del Angel Dance de Los Lobos, donde las harmonías vocales arden “como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas” como diría Kerouac. Y casi sin tiempo para recuperar el aliento, el primer guiño a Led Zeppelin con una portentosa Ramble On, donde la voz de Robert Plant sigue mostrando el vigor de antaño (aunque él se resista a reconocerlo más a menudo). En un abrir y cerrar de ojos han dejado claro donde estamos y cuáles son sus ases escondidos en la manga. La banda reparte la baraja a su antojo, recurriendo sin artificios al folk tradicional de las islas británicas, al blues pantanoso y a destellos de rock and roll electrificado, como si esta concesión a la “modernidad” fuera una bombilla incandescente que alumbra un camino mil veces recorrido, pero no exento de sorpresas y curvas peligrosas.

Es aquí y ahora donde esta propuesta cobra sentido. A mediados del siglo XX, musicólogos como Alan Lomax y Chris Strachwitz peregrinaron al profundo sur de los Estados Unidos para hacer grabaciones de campo de viejos artistas de blues y folk con el objetivo de preservar una manera única de interpretar la música de raíces. En cierto modo, Robert Plant y su nueva banda hacen exactamente lo mismo al elegir su repertorio e interpretarlo de la manera que les gustaría que sonaran esas canciones. A veces es necesario mirar al pasado si artificios innecesarios para entender el presente. Por este motivo hay una coherencia casi narrativa en el desarrollo del concierto, donde versiones como Everybody's Song de Low y For the Turnstiles de Neil Young comparten protagonismo con temas tradicionales que se han transmitido de manera oral de generación en generación. Ese tipo de canciones miserables, pobladas por piratas, vagabundos, soñadores, perdedores y truhanes, que tanto gustan a Robert Plant desde los años en que surcaba los cielos por encima de las nubes a bordo de un zepelín de plomo.
Robert Plant ya no tiene nada que demostrar al respetable, pero quiere despedirse como en las grandes ocasiones
Aún estamos asimilando esta descarga sonora y emocional, cuando las luces del escenario se encienden y la banda al completo hace la primera reverencia conjunta de la noche. Otro ritual ancestral del libro de estilo musical, acompañado de una gran ovación. El paso previo a la oscuridad, a los gritos, a los aplausos y al esperado bis que cerrará la noche. A estas alturas, Robert Plant ya no tiene nada que demostrar al respetable, pero quiere despedirse como en las grandes ocasiones. Por este motivo decide mirar por el espejo retrovisor y rescatar una joya tradicional como Gallows Pole (que incluyó en la tercera entrega de Led Zeppelin) y adornarla con guiños cómplices a Whole Lotta Love, otro de los grandes himnos de su ilustre carrera. Y de nuevo las luces encendidas, el saludo con la banda al completo y la ovación definitiva.
Al salir de la sala, las historias y los murmurios se solapan en una cacofonía asombrosa. Por un lado, la pareja de ingleses septuagenarios que ha llegado esa misma tarde a Barcelona únicamente para asistir al concierto. Por el otro, la pareja joven sentada en el lateral del anfiteatro con su hijo pequeño dormido, esperando que todo el mundo salga para emprender la vuelta a casa sin que se despierte. Y al mirar hacia arriba, darte cuenta de que todavía quedaban algunas butacas vacías. A fin de cuentas, los dioses del rock no son infalibles y para ellos también es complicado luchar contra el precio excesivo de las entradas. Todo lo demás son canciones pluscuamperfectas que se lleva el viento, siendo conscientes de esta que ha sido una noche para el recuerdo.