Querido señor Espriu,
Si me lo permitís, os hablaré de ti. Cuando hace un par de semanas se me estropeó la estufa de butano que tengo en casa, poco me pensaba que estaba a punto de descubrir el secreto para salvar la lengua catalana. Para combatir el frío, desde aquel día había basado mi supervivencia en un radiador eléctrico de aceite que me dejó un amigo mientras batallaba con el fabricante de la estufa con el fin de conseguir que vinieran a arreglarla. Todo cambió, sin embargo, el viernes pasado. Mi madre, agnóstica radical de la obsolescencia programada y una persona capaz de llevar a arreglar cualquier cosa diez veces antes de reemplazarla por una de nueva, incluso un paraguas, me dijo que me comprara una estufa. "¡Aprovecha, hijo, que es el Black Friday!", me dijo por sorpresa mía. "Si no, cómpratela por internet la próxima semana, que el lunes es el Cyber Monday," remachó talmente como si Jeff Bazos y Mark Zuckerberg la hubieran exorcitado de golpe.

No te asustes, Salvador, puedo comprender tu estupefacción porque fue la misma que sufrí yo al oír aquellas palabras, ya que mi santa madre es más de tu época que de la mía. Una persona que a duras penas entiende la diferencia entre los conceptos "internet" y "wi-fi", por no decir que todavía se sorprende que en Youtube no se deba pagar dinero cada vez que escuchas una canción, como si fuera una rocola de aquellas con las que ella y mi padre bailaban en las discotecas de Coma-ruga cuando se enamoraron, en los años setenta. Hablando claro, es un ejemplo flagrante de la llamada brecha digital. Si de ella dependiera, preferiría tener un pasaporte Covid del tamaño del Libro de Familia que tener de lidiar con una aplicación como La Meva Salut que lo único que hace, por desgracia, es alterarle la salud emocional porque nunca recuerda la contraseña. El caso, como te decía, es que me di cuenta que alguien como ella parecía tener en el Cyber Monday la misma fe que en la virgen de Montserrat, pero cuando finalmente el sábado fui a dar un paseo por el barrio y vi las tiendas alargando durante el fin de semana las ofertas de Black Friday, comprobé que para los catalanes no hay ninguna fe mayor que la de saber que nos estamos ahorrando pasta, ni que sea gracias a una festividad capitalista inventada a 10.000 kilómetros de aquí.

Durante el Black Friday entendí que en toda aquella multitud ansiosa por comprar había la clave definitiva para salvar el catalán: recordar a la gente que la lengua catalana tiene un valor preciadísimo, ya que el coste de haberla mantenido viva es incalculable.

Todo eso por qué te lo explico, te debes preguntar. Paseando por Gran de Gracia en busca de una catalítica con descuento, entendí que en toda aquella multitud ansiosa por comprar y de tiendas ofertando productos había la clave definitiva para salvar el catalán: recordar a la gente que la lengua catalana tiene un valor preciadísimo, ya que el coste de haberla mantenido viva es incalculable. Que fuisteis muchos los que vivisteis para devolvernos el nombre de cada cosa, como bien escribiste tú y como bien me enseñó Raimon en aquella canción que siempre sonaba en el coche de mis padres cuando era pequeño. Mientras pensaba sobre la dolorosa pero necesaria capitalización del catalán, compré la maldita estufa con una miserable rebaja de un 10%, aunque aquellos escasos 7€ le parecieron un milagro a mi madre, cuando se lo expliqué por teléfono. Lo que no sabía yo, y por suerte tampoco ella, es que ayer martes —el día siguiente del Cyber Monday pensado para hacer compras online— llegaba el Giving Tuesday, que es el día inventado para hacer donaciones económicas solidarias. Es decir, después de un fin de semana de consumismo irracional y de un lunes con todavía más incentivos para comprar, al día siguiente los americanos se habían inventado un día de consumo más, pero esta vez con el trasfondo de invertir dinero en una causa noble. Como quién expía las culpas comiendo fruta y verdura durante un día completo después de haberse tirado tres días jalando como un cerdo, vaya.

La existencia del Giving Tuesday acabó de confirmar mi tesis: al catalán sólo lo salvaremos gracias al inglés, ya que parece que hemos llegado a un punto tan elevado de gilipollización general de la sociedad que cualquier cosa con un nombre seductor y anglosajón nos hace caer de culo en el suelo, incluso a personas como mi madre, que todavía no sabe ni qué significan las palabras "black" o "cyber". Es por eso que me he atrevido a escribirte esta carta, porque para ser un país normal a partir de ahora habrá que decirlo todo en inglés y es justo y necesario que tú, la persona que más me ha ayudado a entender que soy hijo de una nación que tiene el deber de vivir per salvar-nos els mots, lo sepas. Es tan lógico que no sé como no nos habíamos dado cuenta de ello antes, sinceramente: en el siglo XXI las cosas funcionan así, Salvador, y si queremos que la gente descubra maravillas de su país como las Catedrales del Vino, por ejemplo, hay que empezar a implantar el Visiting Gandesa Thursday. Si queremos que los chiquillos comprendan que España es un vecino con quien nunca nos sabremos entender, tenemos que crear el Reading La pell de brau Friday. Si queremos que la Castañada vuelva a ganarle la partida a Halloween, es imprescindible decir a partir de ahora Chestnut party Day. Y si queremos evitar que nuestros nietos no entiendan ni una pizca de este artículo porque dentro de cincuenta años seremos una Irlanda de turno, en el mejor de los casos, hay que practicar el Speaking Catalan Everyday.

Puede parecerte una frivolidad, pero esta carta no pretende hacer risa. Al contrario. Pretende hablar con humor de una situación que hace llorar, ya que no hay nada más triste que ver como generación tras generación la lengua se nos escurre entre los dedos por culpa de olvidar que es una joya, al igual que lo son todas las lenguas del mundo. Por eso conviene incentivar a la gente y recordarle que cada día es un buen día para consumir el catalán: porque a diferencia de la estufa que me calienta mientras escribo estas rayas, la lengua se salva sin tener que pagar nada. Se salva hablándola en la panadería, en la notaría, en un control de alcoholemia, en el dentista, en una entrevista de trabajo o cuando cogemos un taxi, para decir algunos ejemplos al vuelo. Se salva hablándola en todas partes, siempre y con todo el mundo, sobre todo con los que no se atreven a hacerlo. Y sí, se salva bebiéndonos muchos cafés amb llet que querían ser un café amb gel, si hace falta, por mucho que duela. Lo que necesita la lengua catalana para no desaparecer, señor Espriu, es que los catalanes la valoremos, al igual que valoramos de un día para el otro los productos de Black Friday que no necesitamos, por eso el Spkeak Catalan Everyday es la oferta más cojonuda que pueda existir: porque hablar catalán es hacer uso de un tesoro gratuito y que no nos cuesta un duro. Olvidarlo, sin embargo, nos puede salir muy caro.
Atentamente,
P.