Aparte de la cuestión judía, uno de los temas que más interesan a Vicenç Villatoro es el de la familia. Supongo que es por eso que el autor de Terrassa ha dedicado gran parte de la última década a hablarnos de la suya. De esta fascinación nacieron Un home que se'n va (2014) y La casa dels avis (2021), dos historias sobre hombres de ideales progresistas a los que la guerra del 36 truncó la existencia. Uno era de Córdoba, el otro de Canet, pero ambos compartían una misma capacidad para conservar la esperanza en los momentos más duros, cuando todos los elementos de su entorno los inducían a pensar que habían fracasado. Esta virtud extraordinaria tendría que ver, como mínimo en el caso del abuelo catalán, con "la memoria genética de sus antepasados", concretamente, con la de un calderero napolitano que se instaló en las Terres de Ponent durante la primera mitad del siglo XIX.

De Vincenzo Lammoglia, nacido en Maratea el 9 de enero de 1816, sabemos más bien poco (los pobres no dejan muchos papeles), pero "cuando no sabes y nunca podrás saber", siempre tienes la opción de llenar los agujeros gracias a la imaginación. Eso es lo que ha hecho Villatoro, engendrando, ya de paso, una novela de 600 páginas que acaba de publicar Proa. Urgell. La febre d’aigua (2024), sirve al tataranieto de Vincenzo (catalanizado como Vicenç Lamolla) para construir una narración que gira en torno a la construcción del Canal de Urgell, empresa faraónica que transformó para siempre el paisaje de lugares como Mollerussa, Bell-lloc o Agramunt. El protagonista, sin embargo, no es Vicenç ni su mujer (la Peregrina Rodamilans) ni el ingeniero Domingo Cardenal, sino la tierra seca de la orilla del Sió, metáfora de una Catalunya que, en pocos años, cambió mucho y a toda prisa.

El protagonista, sin embargo, no es Vicenç, sino la tierra seca de la orilla del Sió, metáfora de una Catalunya que, en pocos años, cambió mucho y a toda prisa.

Vicenç Villatoro - Sergi Alcàzar
Urgell. La febre d'aigua es la nueva novela de Vicenç Villatoro. / Foto: Sergi Alcàzar

La inauguración del canal, producida en 1862, se enmarca en un momento especialmente convulso de nuestra historia, donde la construcción de las primeras líneas de ferrocarril comparte espacio temporal con los levantamientos carlistas de 1846, 1855 y 1872. Hay quien lo quiere entender como un choque entre el progreso y la tradición, la ilustración y el oscurantismo, el mundo nuevo y el viejo, aunque, como siempre pasa con estas cosas, la realidad es fuerza más difusa. La Guerra dels Matiners –nuestra versión deformada y sui géneris de las Revoluciones de 1848–, es una buena muestra. El mismo Vicenç, veterano del primer conflicto carlista y hombre de convicciones liberales, lo reconoce al definir a los Matiners como "la mezcla de todos los irados de la tierra", colectivo que une "republicanos y gente de misa", "revolucionarios y conservadores", y los opone a una patulea de "soldados con uniforme, venidos de fuera, que hablan de fuera" y que defienden los intereses del gobierno de Madrid.

Lo volveremos a hacer

La derrota de la insurrección y el inicio de las obras llenará el Ponent catalán de Guardias Civiles y trabajadores extranjeros, garantes de la construcción de un "Estado nuevo, poderoso y mandón", que irá consolidándose de la mano del progreso que tanto entusiasmaba el tatarabuelo de Villatoro. "Nos quieren a todos cortados por el mismo patrón (...) la misma lengua, las mismas leyes, las mismas medidas", cabila su yerno, poniendo de manifiesto el poder asimilativo de las ideas ilustradas. Aunque es un aspecto interesante –a menudo olvidado por una literatura catalana que ha preferido centrarse en los siglos XVIII y XX que al entender el XIX-, el autor lo menciona de paso y prefiere centrarse en las paradojas que rodean el hecho revolucionario, sea de carácter político, científico o técnico. Como la caída del Muro de Berlín o la defenestración de Saddam Hussein, la construcción del Canal de Urgell, se nos presenta como algo capaz de enriquecer y de empobrecer, de ilusionar y de decepcionar, salvar y condenar.

La construcción del Canal de Urgell, se nos presenta como algo capaz de enriquecer y de empobrecer, de ilusionar y de decepcionar, de salvar y condenar

Visto hoy en día, la empresa puede parecer una buena idea y, visto que, en aquello que antes se conocía como El Clot del Dimoni, nacen, ahora, todo tipo de frutas y cultivos, parecería absurdo estar en contra. Pero es fácil opinar a toro pasado y cuando, durante las décadas posteriores a su construcción, tocó pagar el precio de la obra con dinero, inundaciones y enfermedades (el agua estancada nunca ha sido algo especialmente higiénico), fueron muchos los que empezaron a arrepentirse del cambio. Ante este desánimo colectivo, Vicenç, que, a pesar de ser un humilde calderero, había dedicado parte de sus ahorros a financiar la construcción del canal, envejecerá a base de pedir paciencia. Los compañeros de ideas lo irán abandonando, algunos, incluso, se quitarán la vida, ahogados por las deudas o por la convicción, bastante razonable, de qué "en aquest cony de país no hi ha res a fer". Él, sin embargo, resistirá, asumiendo, a medida que se acerca a la tumba, que el canal fue su revolución y que, por mucho que todo el mundo lo considere un fracaso, él lo volvería a hacer.

La metáfora política, que se hace más y más evidente a medida que avanza el libro, incita al lector intercambiar la palabra "Canal" por "procés", invitándolo a recordar que "ni las derrotas ni las victorias son para siempre" y que, quizás, "un día se verá que hicimos lo que hacía falta"

Vicenç Villatoro - Sergi Alcàzar
Vicenç Villatoro, creador de un universo literario en el que es fácil sumergirse. / Foto: Sergi Alcàzar

Las cosas importantes, de la manera más sencilla

La metáfora política, que se hace más y más evidente a medida que avanza el libro, incita al lector intercambiar la palabra "Canal" por "procés", invitándolo a recordar que "ni las derrotas ni las victorias son para siempre" y que, quizás, "un día se verá que hicimos lo que hacía falta". Servidor cree que no es el caso y que los líderes que nos llevaron a la catástrofe del 2017 eran bastante más cínicos que el calderero Lamolla, pero Villatoro, convergente de la vieja escuela, prefiere dejar margen para la duda. No es nada nuevo. De hecho, la duda es el punto de partida de la mayoría de sus novelas. Un buen ejemplo lo encontramos a Memòria del traïdor, libro dedicado a los judíos del Gueto de Varsovia que pactaron con los nazis para evitar uno supuesto "mal mayor", intentando hacernos dudar de una verdad tan indudable como que, si eres un judío en un campo de exterminación, no existe ningún "mal menor".

Sin haber escrito una novela que tenga que pasar a los anales de nuestra literatura, construye un universo sólido en el cual es fácil sumergirse

No sé hasta qué punto la duda es una virtud, pero lo que es cierto es que, como mínimo, entretiene. Lo mismo puede decirse de la prosa de Villatoro, que sin haber escrito una novela que tenga que pasar a los anales de nuestra literatura, construye un universo sólido en el cual es fácil sumergirse. A través de un relato fragmentando, que combina técnicas del reportaje periodístico con monólogos interiores, el exdirector del CCCB consigue que su historia atrape en el lector sin ninguno de los elementos que acostumbran a figurar en los libros que se leen deprisa. Dice el autor que la construcción del Canal del Urgell fue una de las "grandes epopeyas humanas" de la historia de Catalunya y, sin embargo, su libro es mucho más interesante en los pasajes costumbristas que en aquellos donde intenta acercarse a la épica. Debe ser que "las cosas importantes se tienen que explicar de la manera más sencilla".