Aquella noche fue legendaria y esperpéntica a partes iguales. Barcelona, 3 de julio de 1965. El suelo de la Monumental ardía bajo los pies de los miles de personas que se habían congregado para ver un espectáculo único. El aire olía a sudor, a gaseosa caliente y a cigarrillos baratos. La ciudad vibraba con una promesa inaudita: por primera (y última) vez, los Beatles actuarían en la capital catalana. Miles de jóvenes habían llegado en coche, tren y autobús desde todos los rincones del país, como si se tratara de una peregrinación pop. El estrépito de la modernidad llamaba a la puerta de un régimen dictatorial rancio y envejecido, que aún quería dar miedo como el lobo de los cuentos infantiles. Pero aquella noche no habría cuentos ni hora de regreso como la Cenicienta, solo rock and roll. Y pasaría a ser una noche legendaria por una serie de motivos bastante inesperados.

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Cartel del concierto de los Beatles en Barcelona del 3 de julio de 1965

La ciudad vibraba con una promesa inaudita: por primera (y última) vez, los Beatles actuarían en la capital catalana

Antes de la actuación de los Beatles, anunciada por el showman Torrebruno, antes de que sonara Twist and Shout y se escucharan los gritos enloquecidos de las adolescentes, se vivió otra historia muy distinta. Una historia esperpéntica que podría haber rodado Berlanga con unos protagonistas vestidos con esmóquines empapados de sudor y acento de la Barceloneta. La historia de unos músicos de rock and roll que se jugaron el cuello, la dignidad y la camisa bajo los focos de una plaza de toros, mientras los cuatro de Liverpool estaban encerrados en el camerino bajo el ventilador. Porque aquella noche, antes de que John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr salieran al escenario a entonar sus himnos, ocurrió otra cosa. Pasó la locomotora de Los Sírex y se escribió una página gloriosa de la música hecha en casa.Pero hagamos un poco de memoria.

Un referente kilómetro cero

Aquella noche tan especial y calurosa, anunciada desde hacía semanas en las portadas de las revistas, debía ser el éxtasis colectivo de un país atrapado en el blanco y negro de la televisión y la censura musical. Los Beatles llegaban a Barcelona tras haber actuado en Madrid la noche anterior. El aterrizaje en el aeropuerto del Prat, a las cuatro de la tarde, ya fue una postal folclórica: sombreros tradicionales de torero, muñecas andaluzas en las manos y unas pelucas regaladas por la secretaria de su club de fans oficial en España. El esperpento estaba servido. Tal vez era la pasión mediterránea. Tal vez era la calidez de una ciudad que aún no sabía disimular su complejo de inferioridad. O tal vez era que, esa noche, antes de que los famosos escarabajos tocaran una sola nota, ya se había encendido otra chispa: la de la libertad.

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Els Beatles en su folclórica llegada a Barcelona / Foto: Joana Biarnés

Aquella noche tan especial y calurosa, anunciada desde hacía semanas en las portadas de las revistas, debía ser el éxtasis colectivo de un país atrapado en el blanco y negro de la televisión y la censura musical

Nadie imaginaba que el concierto sería en realidad un festival con los Beatles como cabeza de cartel. Sin duda, un precursor de los macrofestivales actuales, con entradas a 75 pesetas y el coñac Fundador como patrocinador oficial. Y como ocurría en todos los festivales de música de aquella época, había variedades. Muchas variedades. Visto en perspectiva, aquello parecía un rompecabezas sin pies ni cabeza. Los artistas invitados eran las inglesas Beat Chics, el cantante Freddie Davis, el grupo madrileño Los Shakers, el cantante de balada romántica Michel acompañado por la Orquesta Florida, los Modern Four, la Trinidad Steel Band con sus tambores de hierro caribeños y Los Sírex, los auténticos héroes locales que jugaban en casa, pero esta vez acompañando a “la atracción más famosa del mundo” (tal como se anunciaba en el cartel).

El promotor del concierto eligió a Los Sírex por una razón muy sencilla: eran los mejores

El promotor Francisco Bermúdez los había elegido por una razón muy sencilla: eran los mejores. En Madrid había optado por Los Pekenikes, pero en Barcelona no había ningún grupo que sonara como ellos. Además, no se habían dejado deslumbrar por los Beatles ni por la música de diseño que llegaba de Inglaterra. Eran un reflejo del rock and roll norteamericano, conocían muy bien la calle, se habían hecho un nombre en las salas de conciertos de la costa y querían comerse el mundo con pan con tomate. Eran un referente kilómetro cero. Y lo eran, precisamente, porque no querían parecerse a nadie. Ni a los cuatro de Liverpool ni a Sus Satánicas Majestades. Con sus canciones originales y sus coreografías hacían bailar hasta a las paredes. Y por eso, cuando el promotor se jugó los cuartos para montar aquel espectáculo en la ciudad, no lo dudó. Si tenía que haber teloneros de verdad, tenían que ser ellos. Ahora bien, el destino no se lo puso nada fácil. Hacía meses que Los Sírex tenían un concierto contratado en Cornellà la misma noche. El clásico concierto de carpa de fiesta mayor. Un doble cartel para una noche que haría historia. Su representante consiguió retrasar aquella segunda actuación del grupo tras muchas negociaciones y así sus chicos podrían estar en la Monumental cuando les tocara subir al escenario. Pero, hasta quince días antes, parecía que todo aquel follón podía cancelarse en cualquier momento. Los nervios estaban tan a flor de piel que parecía que el aire pudiera estallar como un globo de colores en una fiesta de cumpleaños a la que no había ido nadie.

Un encuentro mágico, efímero y surrealista

La mañana del 3 de julio, Los Sírex hicieron la prueba de sonido en la plaza de toros bajo un sol aplastante. Luego fueron rápidamente a Cornellà para asegurarse de que todo estuviera preparado para la segunda parte de la noche, esa que no saldría en la prensa al día siguiente. A las cinco de la tarde, puntualísimos, ya estaban de vuelta en la Monumental, donde el sol seguía quemando como si hubieran abierto las puertas del infierno. Ni rastro de los Beatles. Solo sus técnicos probando micrófonos y guitarras, con unos amplificadores Vox de 100 vatios cedidos por la Cadena Musical Alberdi. Las estrellas estaban encerradas en el hotel Palace. Invisibles. Intocables. Inaccesibles. Los Sírex, mientras tanto, charlaban con los otros músicos, entre bromas, cigarrillos y sudor en los cuellos de las camisas. El ambiente era surrealista, como si estuvieran en medio de un cabaret ambulante que alguien hubiera colocado sin permiso dentro de un sueño disparatado. La espera se hizo eterna con unas actuaciones intrascendentes que duraban aproximadamente veinticinco minutos cada una. “Se escuchaba más a la gente que el sonido de la plaza”, recuerda hoy Leslie, el cantante de Los Sírex. Cuando por fin llegó su turno, subieron al escenario vestidos con esmoquin porque aquello no era un concierto cualquiera. Era la gran noche que nadie quería perderse por nada del mundo. Las luces se encendieron y los Sírex se marcaron un repertorio que puso la plaza patas arriba.

El ambiente era surrealista, como si estuvieran en medio de un cabaret ambulante que alguien hubiera colocado sin permiso dentro de un sueño disparatado

Con Chao, Chao comenzó el verdadero espectáculo. El día anterior, Leslie había pasado por el almacén Sepu de la Rambla y había comprado una muñeca de juguete. En un acto de galantería de barrio, le dedicó la canción como si fuera un ángel de plástico destinado al amor y al desamor, y la lanzó al público como hacía Elvis con sus pañuelos empapados en sudor. La muñeca fue a parar a manos de una adolescente y la imagen de aquella chica llorando de emoción se convirtió en la postal alternativa de la noche que nadie pudo comprar al día siguiente en ninguna tienda de souvenirs. De aquel momento solo queda el recuerdo del cantante y una fotografía publicada días después en una revista. A continuación, tocaron Qué bueno, qué bueno, una canción que venía de fracasar estrepitosamente en Eurovisión con la interpretación de Conchita Bautista. Pero Los Sírex la redimieron con una versión eléctrica y llena de actitud. Y para cerrar su concierto, El tren de la costa. El estallido final con los guitarristas de rodillas y los gritos del público resonando en las paredes de la plaza de toros. En ese punto de la noche es donde comienza la leyenda. Leslie salió del escenario empapado en sudor, justo cuando Paul McCartney apareció por detrás. Había ido al baño, que estaba bajo el escenario, y regresaba flanqueado por un guarda de seguridad. Entonces le dijo con una sonrisa: “You tired?”. Leslie, aún recuperando el aliento, le contestó: “Five minutes, you also”, con su inglés de la Barceloneta aprendido entre los marineros de la sexta flota norteamericana que hacían escala en la ciudad. Fue un encuentro mágico, efímero y surrealista.

Mientras tanto, Guillermo lo llamaba como un loco desde el escenario porque los miembros del grupo seguían con las guitarras en alto, esperando que regresara su cantante para rematar la canción. Cuando finalmente salió de nuevo a escena, Leslie le dijo con una sonrisa: “Estaba hablando con Paul McCartney”. Y la respuesta incrédula de su compañero fue: “¡Venga, vete a la mierda!”. Pero después, todo el grupo descubriría la verdad, ya que los miembros de la Orquesta Florida lo habían visto como espectadores mientras fumaban escondidos en una esquina. Era una anécdota épica, de esas que cuesta creer, pero que se convierte en el plato fuerte de todas las sobremesas. Después de todo el esfuerzo y de una ovación merecida, Los Sírex solo pudieron ver las primeras cuatro canciones de los Beatles antes de marchar hacia la carpa de las fiestas de Cornellà. Pero desde detrás del escenario de la Monumental, entre las prisas por irse, el calor de los focos y los gritos enardecidos del público, presenciaron otro momento memorable. En la tercera canción, a John Lennon se le cayó la armónica al suelo. Paul McCartney se arrodilló para recogerla, la colocó en el soporte que llevaba su amigo colgado del cuello y le dio una palmada afectuosa en el trasero. “Hostia, qué detalle más bonito. Y luego dicen que no se hablan”, pensó Leslie.

Con los esmóquines empapados de sudor, Los Sírex subieron al coche de su representante y salieron disparados hacia la periferia de Barcelona

Con los esmóquines empapados de sudor, Los Sírex subieron al coche de su representante y salieron disparados hacia la periferia de Barcelona. Lo que no imaginaban es que el público de Cornellà los recibiría como auténticos héroes por la gesta que acababan de protagonizar en la capital. Cuando salieron al escenario, recibieron la segunda ovación de la noche sin haber interpretado una sola canción. Entonces, Leslie tomó el micrófono y les contó lo que había vivido unos minutos antes con Paul McCartney. Estallaron de nuevo los aplausos y Los Sírex empezaron a tocar como si el mundo se acabara esa misma noche. Aunque, en aquella época, tal vez cada noche de concierto se vivía como si el mundo pudiera acabarse en cualquier momento. El ritual ancestral del rock and roll se repitió una vez más. El público de Cornellà se levantó de las sillas, cantó cada canción como si fueran himnos (hoy aún lo son), gritó al ver las coreografías de los guitarristas y bailó sin esperar que después aparecieran los chicos de Liverpool con sus peinados irreverentes. Fue una gesta irrepetible de los Sírex y, esta vez, como cabezas de cartel de carpa. Habían triunfado en dos plazas muy distintas en una sola noche, sin helicóptero, sin roadies, sin guardaespaldas y sin ser conscientes de que habían hecho historia. Sin duda, la mejor manera de hacer historia.

Los Sirex

Los Sirex viviendo el sueño de una noche de verano, la del 3 de julio de 1965

Barcelona recuperaba la calma en blanco y negro y la prensa local destacaba que las estrellas británicas no habían hecho ningún bis ni mostrado el entusiasmo que su público esperaba

A la mañana siguiente, a las nueve y media, los Beatles subieron a un avión de Iberia rumbo a Londres. Nada más aterrizar, John Lennon y Ringo Starr bajaron por la escalera con sombreros cordobeses y no tuvieron inconveniente en dejarse fotografiar como si estuvieran bailando flamenco. Mientras tanto, Barcelona recuperaba la calma en blanco y negro y la prensa local destacaba que las estrellas británicas no habían hecho ningún bis ni mostrado el entusiasmo que su público esperaba. Simplemente, habían salido al escenario a interpretar los mismos doce temas de toda la gira europea (Twist and Shout, She’s a Woman, I’m a Loser, Can’t Buy Me Love, Baby’s in Black, I Wanna Be Your Man, A Hard Day’s Night, Everybody’s Trying to Be My Baby, Rock and Roll Music, I Feel Fine, Ticket to Ride i Long Tall Sally). Pero fueron honestos, profesionales y no engañaron a nadie. Torrebruno ya lo dejó bien claro cuando los presentó por megafonía en la plaza de toros: “Tengo este gran honor de presentaros a los que estáis esperando todos. Os aviso solamente, es un advertimento, que harán solo 45 minutos, no más. O sea, que no hay que pedir más. Gozad de estos 45 minutos y aquí están los Beatles”. Y nosotros añadiríamos que por allí también pasaron, durante unos cuantos minutos, Los Sírex. Nuestros grandes pioneros del rock and roll. Evidentemente, el resto es historia.