“Amo todo el disco Pet Sounds. En el estudio tuve una visión completa. Después de eso, me dije a mí mismo que había creado el mejor álbum que jamás produciría. Lo sabía. Era un disco espiritual. Quería crecer musicalmente, expandir nuestros horizontes y hacer algo que la gente amara, y lo logré.”

Ahora que los biopics están tan de moda, y viendo que muchos (la mayoría) optan por un enfoque simplista a la hora de explicar la trayectoria vital de un músico, se agradece mirar atrás y encontrarse con un producto como Love & Mercy, estrenado en 2014 y dirigido por Bill Pohlad. Un ejercicio que se esforzaba por alejarse de lo habitual, con fragmentos y saltos temporales, y con Paul Dano y John Cusack interpretando al mismo personaje, Brian Wilson, en épocas distintas. Creaban un universo que, tratándose de Brian, radiografiaba con matices y fuera de los convencionalismos una mente prodigiosa capaz de crear cualquier cosa. Incluso una majestuosa catedral musical como Pet Sounds.
El genio de la orfebrería pop
Anteriormente, los Beach Boys, sustentados en canciones surferas mucho más simples, se encontraron de repente con una fórmula que, bañada en LSD, permitía arriesgarse e inventar, construir un mapa con sonidos e ideas complejas. No bastaban tres minutos de canción y un estribillo pegadizo; la arquitectura de Pet Sounds iba por otros caminos. Wilson pasó un tiempo analizando Rubber Soul de los Beatles intentando entender el porqué de cada composición. Tal vez no fuese una obsesión como tal (tenía otras más retorcidas), pero sí un espejo y un estímulo para crear algo no necesariamente parecido, pero sí en consonancia, con la vista puesta en un futuro que no era el idílico de una ciudad como Los Ángeles, que vivía en la incertidumbre.
Brian Wilson estaba decidido a darle la vuelta a lo que entonces se conocía como cultura pop
Con esas directrices, y en un año como 1966 —marcado por la Revolución Cultural en China, la Guerra de los Seis Días o fenómenos tan visibles como la minifalda o la implantación del código de barras, además del estreno de Star Trek—, Brian Wilson estaba decidido a darle la vuelta a lo que entonces se conocía como cultura pop, con todo lo que eso conllevaba. Se encerró con el publicista Tony Asher durante dos meses y, en ese concilio, dirigieron esta inaudita hazaña titulada Pet Sounds. Fue como enviar un meteorito a otro planeta y, de ese modo, dibujar un nuevo lenguaje que solo entendieran los más perspicaces de aquel lugar deshabitado. Se desvanecía el verso ingenuo y se instalaba una profundidad bien resuelta pero inesperada.
Pet Sounds, en su singularidad, es un viaje demencial en el que cada melodía, cada pasaje, cada detalle, es fruto de la genialidad de un creador que no se conformaba con ponerse una camisa floreada y subirse a una tabla de surf
Pet Sounds, en su singularidad, es un viaje demencial en el que cada melodía, cada pasaje, cada detalle, es fruto de la genialidad de un creador que no se conformaba con ponerse una camisa floreada y subirse a una tabla de surf. Eso ya era cosa del pasado. Lo que estaba por llegar traspasaba barreras y fronteras; era un sueño donde aparecían hadas mágicas. Wouldn’t It Be Nice es un inicio certero y deslumbrante; en la ecuación hay incluso timbres de bicicleta. Nunca visto. Cada pista del disco es un reto (Sloop John B; la favorita de McCartney, God Only Knows o Caroline, No no son las más reconocibles para el gran público). En definitiva, no hay una canción igual a otra (hay incluso dos piezas instrumentales de carácter experimental), y aun así, el hilo argumental tenía un sentido claro: amplificar un sonido de capas infinitas. A pesar de esta demostración de talento, con ese paso decidido y sensible hacia la comprensión de la edad adulta, aún hubo quien no entendió la maniobra. En un primer momento, fue un álbum incomprendido (incluso por Capitol, su discográfica), salvo para los Beatles, que estaban muy atentos y contraatacaron con Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band.

Brian Wilson en una imagen promocional del disco Pet Sounds en el zoo San Diego
En un primer momento, fue un álbum incomprendido, salvo para los Beatles, que estaban muy atentos y contraatacaron con Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band
Solo el tiempo —y un disco aún más perverso en concepto, el siguiente Smile (también con su intrahistoria fantasmal junto a Van Dyke Parks)— situó a Wilson en ese lugar en el que todos aquellos que se burlaban de él cuando era pequeño acabaron rindiéndose ante su excelsa capacidad para crear orfebrería pop. Ya tenía la jugada pensada: relegaría a sus compañeros de banda a simples comparsas y coristas, y contrataría músicos experimentados dispuestos a complacer los caprichos del genio (desde la reproducción de sonidos de sonajeros hasta llantos de bebé). Carl y Dennis, sus hermanos mayores, vivían entre el desconcierto y la admiración (Love & Mercy regala escenas de estudio que son una auténtica maravilla y locura). Una posición ilógica, pero esta vez sí, se dejaron llevar (Mike Love, el primo, sí que discutió el enfoque, prefiriendo quedarse en el inmovilismo). Intuían que algo extraordinario iba a suceder. Y así fue: casi sesenta años después, esta es la sinfonía de los intrépidos y la obra por la que se recordará a Brian Wilson. Aunque no sea, ni de lejos, el disco más vendido de su discografía. Pero qué más da: son 37 minutos y 21 segundos irrepetibles.