Tarragona, año 1116. Hace 905 años. Las tropas de Ramón Berenguer III, conde independiente de Barcelona, ocupaban la ciudad y el campo de Tarragona, que hacía dos siglos que eran "tierra de nadie", entre la línea de castillos del Penedès y las medinas del Ebro. Ramón Berenguer III encontró una monumental ciudad despoblada y en ruinas, pero que, a pesar del estado de abandono, conservaba el prestigio de una época pasada: el de la gran capital hispanorromana e hispanovisigótica del cuadrante nordoriental peninsular. La recuperación de Tarragona venía precedida de una vieja reivindicación: restaurar el arzobispado romanovisigótico y convertir a la vieja Tarraco en la nueva capital eclesiástica de Catalunya. Es decir, prescindir ―para siempre― de la tutela de Narbona. Sin embargo, nunca hubo un proyecto para convertirla en la nueva capital política. ¿Por qué?

Fragmento del mapa político de Europa durante los siglos XI y XII. Font Gifex. World Maps and Satellits Photos

Fragmento del mapa político de Europa durante los siglos XI y XII / Fuente: Gifex. World Maps and Satellits Photos

Tarragona, ciudad en ruinas

Efectivamente, las huestes de Ramón Berenguer III encontraron una Tarragona abandonada y ruinosa que era una triste ―e incluso siniestra― sombra de la populosa urbe de la etapa romana o de la lujosa ciudad-palacio de la época visigótica. Durante la invasión árabe (716), el arzobispo Próspero (en aquel momento, la máxima autoridad religiosa y política de Tarragona) había ordenado la evacuación total de la población y la ciudad había quedado abandonada durante cuatro siglos (716-1116). Algunos historiadores defienden que durante esta época hubo una habitación mínima (una guarnición árabe de un centenar de efectivos y una población residente de unas doscientas personas). Pero en cambio la mayoría afirma que durante esta etapa oscura Tarragona fue una ciudad fantasma (durante gran parte de aquel tiempo, situada en "tierra de nadie"), que debió ser el refugio clandestino de grupos de malhechores de la época.

El modelo hispánico que no se aplicó en Catalunya

Otras grandes ciudades de la época antigua habían quedado semiabandonadas o totalmente transformadas durante la invasión árabe (711-723). Como la vieja Tarraco, en el imaginario de la sociedad hispánica de la época, eran consideradas las "Jerusalén" de la diáspora cristiana. Y cuando fueron ganadas (o recuperadas, depende de cómo se quiera mirar), fueron elevadas a la categoría de capital de aquellos dominios en expansión. León (la vieja Legio, sede de los grandes cuarteles romanos del nordeste peninsular) relevó a Oviedo al frente de la monarquía asturleonesa (910) y dos siglos después sería desplazada por Toledo (Toletum, capital de la monarquía visigótica hispánica), convertida en capital de la nueva monarquía castellanoleonesa (1162). O bien Huesca (la de la Universidad Sertoriana romana), que relevó a Jaca como capital del reino de Aragón (1096) y que poco después (1138) sería desplazada por Zaragoza (la populosa Caesaragusta romana).

Fragmento de un mapa de la península ibérica, publicado dentro de la Cosmografía de Ptolomeu (1482). Fuente Cartoteca de Catalunya

Fragmento de un mapa de la península Ibérica, publicado dentro de la Cosmografía de Ptolomeu (1482) / Fuente: Cartoteca de Catalunya

La restauración de Tarragona, el primer gran éxito de la cancillería de Barcelona

Durante un siglo largo (985-1116) los condes y los obispos barceloneses habían solicitado insistentemente al Pontificado elevar las diócesis de Barcelona o de Vic a la categoría de archidiócesis, con el propósito de escapar de la autoridad de los arzobispos de Narbona, que después de la primera independencia catalana (la no renovación del pacto de vasallaje del 987) habían quedado amenazadoramente situados en la mitad norte de la vieja Marca de Gotia, la que quedaba bajo dominación de la monarquía francesa. Pero el Pontificado siempre había contestado que el arzobispado catalán tenía que venir por la vía de la "reconquista" contra el "moro infiel" y que la solución a los males catalanes estaba en Tarragona. En aquel contexto, la empresa tarraconense fue un gran éxito, porque culminaba la independencia del estado catalán medieval, iniciada ciento veintinueve años antes.

Mapa de la división provincial en tiempo de la monarquía visigótica (siglos VI en VIII). Font Wikiwand

Mapa de la división provincial en tiempo de la monarquía visigótica (siglos VI en VIII) / Fuente: Wikiwand

Tarragona, la bella durmiente

Por lo tanto, cuando Ramón Berenguer III tomó posesión de Tarragona (1116), todos los elementos que dibujaban la política del momento jugaban a favor de "la perla de Augusto". Tarragona, como una bella durmiente que había pasado cuatro siglos esperando al príncipe que la tenía que desvelar, parecía destinada a recuperar la concentración del poder, la exhibición del lujo y la frenética actividad económica de un pasado glorioso. Las fuentes documentales de la época la dibujan como una ciudad fantasmagórica, sin embargo, al mismo tiempo, con grandes posibilidades de recuperar el esplendor pasado y convertirse en una gran capital a la medida del proyecto de Ramón Berenguer III, el conde barcelonés más ambicioso y más guerrero desde Guifré el Pilós (870-897). Todo apuntaba a un cambio de paradigma (impulso de la expansión territorial, apertura de rutas marítimas), que incluía desplazar a Tarragona la capitalidad catalana.

La nebulosa romanovisigótica

Además, la conquista y restauración de Tarragona (de la ciudad y de la sede arzobispal) tenía una significación de extraordinaria importancia. No tan sólo abría el camino hacia la conquista del tramo final del Ebro, sino que proyectaba la expansión sobre el conjunto del valle de este gran río. Al límite de otros dominios cristianos. Durante mil años (siglos III a.C. en VIII d.C.), la vieja Tarraco había sido la capital política, militar, económica y eclesiástica de un extenso territorio que cubría la totalidad del valle del Ebro, denominado Tarraconense durante la etapa romana y, reveladoramente, Iberia durante la época final de la monarquía visigótica. A principios del siglo XII, los dominios cristianos peninsulares se encontraban en plena fase expansiva, y la evolución de los mapas posteriores indica claramente que aquellos estados primigenios buscaban ensancharse siguiendo el dibujo ―latente bajo la nebulosa del tiempo― de las provinciae romanas y visigóticas; como una criatura que está en el vientre materno busca las paredes de la placenta.

Mapa de la expansión condal barcelonesa durante los siglos XI y XII. Font Enciclopedia

Mapa de la expansión condal barcelonesa durante los siglos XI y XII / Fuente: Enciclopedia

La ideología Tarragona

Por lo tanto, la empresa tarraconense era el nervio de una potente ideología expansiva que iba mucho más allá de los límites del Camp de Tarragona, o incluso de los límites del Principado de Catalunya. Una ideología que explicaría el interés que despertó en la cancillería barcelonesa de Ramón Berenguer III el ofrecimiento del rey galaicoleonés Alfonso Raimúndez (1126) ―más tarde Alfonso VII de Galicia y León― a participar en una operación de eliminación física del rey aragonés Alfonso el Batallador y de su cuñada y usurpadora Teresa de León y, acto seguido, negociar un reparto de los territorios cristianos peninsulares (las antiguas Gallaecia, Astura y Cantabria para el de Santiago; y las antiguas Tarraconense y Basconia para el de Barcelona). O tan sólo unos años después el ofrecimiento de las oligarquías aragonesas (1135), que, aterrorizadas por la voracidad del gallego, se presentaron en Barcelona como "viejos parientes" y entregaron el reino a Ramón Berenguer IV.

El Regnum Tarraconie

Incluso, unos de los primeros mapas medievales de la península Ibérica, cartografiado tres siglos y medio después (1482), identifica los territorios de Catalunya y de Aragón como Regnum Tarraconie. Y esta es una de las principales causas que explicarían el porque Tarragona no fue elevada a la categoría de capital del Principado de Catalunya; y, en consecuencia, tampoco de la Corona. Este detalle, y otros, nos revelan que la ideología Tarragona pasaba por convertir a los condes soberanos de Barcelona en reyes de Catalunya. Eso que tenía que resultar tan sencillo, como lo demuestra la forma en que los condes aragoneses o los castellanos pasaron ―con un golpe de culo― a ser reyes, en Catalunya era una misión imposible: el secular pactismo estaba tan arraigado que convertir la autoridad condal en monárquica habría representado una gran amenaza a la estabilidad del régimen y del país.

Representación de Ramon Berenguer III. Fuente Rollo Generalógic de Poblet

Representación de Ramón Berenguer III / Fuente: Rollo genealógico de Poblet

Barcelona, 'cap i casal'

Pero hubo otras razones de peso. Durante la etapa visigótica (siglos V en VIII), Barcelona ―con un emprendedor gobierno plebeyo y una dinámica economía fabril― ganó la condición de capital económica del cuadrante nordoriental peninsular. Y durante la etapa carolingia (siglos IX a XI), mientras Tarragona desaparecía del mapa, Barcelona sumaba la condición de capital política y militar de la Marca de Gotia. En 1116, cuando Ramón Berenguer III restaura Tarragona (y entrega su dominio feudal a la Iglesia), las clases mercantiles barcelonesas (una de las tres almas de aquella Catalunya expansiva) ya controlaban importantes parcelas del poder municipal. Y las oligarquías nobiliarias catalanas ―los barones feudales― tampoco hicieron el gesto, para que aquella dualidad capitalina (Barcelona-Tarragona) consagraba el equilibrio de fuerzas tan característico del régimen pactista catalán, que tan provechoso era a sus intereses.

 

Imagen principal: Grabado de Tarragona, obra del señor de Beaulieu (1659) / Fuente: Cartoteca de Catalunya