A veinte de agosto los días ya tienen sabor de cosa que se acaba. Y entonces empieza una media nostalgia que, según, como, puedes arrastrar todo septiembre. Acabar el verano es también acabar todas las cosas que han pasado o que tenían que pasar o que tenías que hacer durante el verano. Para los adolescentes es como toda una vida y cada septiembre me los encuentro cambiados, estirados, con la voz y la mirada nuevas de crecer a trompicones y entender que el futuro es un espacio maravilloso de libertad que les corresponde cada vez más.

Como pesa, entrar a septiembre y a la rueda que no para. Añorar el agua e ir a dormir tarde. Hay aquel fragmento precioso de Javier Marías en Los enamoramientos en que explica de manera demoledora la idea del amor: "inverosímilmente logramos convencernos de nuestros azarosos enamoramientos, y son muchos los que creen ver la mano del destino en lo que no es más que una rifa de pueblo cuando ya agoniza el verano". Pienso muy a menudo, en eso que explica Marías. Pienso cuando quiero analizar el amor de una manera tan racional como amarga (y cierta, también aunque nos pese), y lo pienso cada final de agosto cuando el verano agoniza, con todo el pescado vendido y empiezan las nubes y las tormentas como el preludio del invierno que espera en la esquina.

El final del verano también es para darnos cuenta de quien son los optimistas, los que tienen ganas de cerrar etapa y empezar septiembre, que haga fresco, la normalidad, la rutina, todos aquellos propósitos de siempre. Y quien, en cambio, se agarraría a agosto porque acabar, cerrar, dejar atrás, se hace difícil de hacer. Los primeros son los que antes de cambiar de ciclo ya tienen un pie en el siguiente, mientras los segundos no hay manera que salten de casilla. Saber o no afrontar los finales es también una manera de ser y vivir. Cerrar mal las etapas, dejar que sea el tiempo que te arrastre sin que tú tengas que poner la energía o adelantarte al trauma y no luchar porque ya te has preparado todos los antídotos. Los segundos deben ser los de cinco minutos más cada mañana, los de hacer la última cerveza o los que cada año sin falta vuelven al concierto de fiesta mayor y se quedan ahí nostálgicos y rodeados de chiquillos cada vez más jóvenes. Siempre medio atrapados en aquello que hemos vivido y que ya está (cómo cuesta saberlo ver, que ya está).

El final del verano también es para darnos cuenta de quien son los optimistas, los que tienen ganas de cerrar etapa y empezar en septiembre, que haga fresco, la normalidad, la rutina, todos aquellos propósitos de siempre; y quien, en cambio, se agarraría a agosto porque acabar, cerrar, dejar atrás, se hace difícil de hacer

Los del segundo grupo quizás también somos los que nos obsesionamos con los últimos párrafos de los libros para no llegar al final o con la música de la última escena de la película, que va sonando mientras te tragas todos los créditos aturdido y procesando poquito a poquito. Las últimas frases de las novelas son un buen motivo de obsesión. Porque cuando escribes, las primeras y últimas frases de los libros parece que tengan que ser tan valiosas que las cuidas como si se pudieran romper con una sopladura de viento de septiembre. Seguro que recordáis las de vuestros libros preferidos. El "contentos" de La Plaça del Diamant o las moscas verdes al cabo de la rata de Mirall trencat. El final de Poeta chileno o de Desayuno con diamantes. Frases impecables, finales tan perfectos en parte porque son finales. A veinte de agosto, para mí, la que cuadra más es la de uno de los finales de la querida y odiada Rayuela: "esperá que termine el pitillo".