“Nos ha dejado la protagonista de una de las historias de amor más bonitas de la historia del cine”, leí de algún usuario virtual el día que murió Olivia Newton-John y John Travolta le dedicó unas palabras de lagrimita a aquella rubia tonta que por él se convirtió en mujer fatal, la Sandy de nuestros corazones. Pero spoiler: la historia de Danny Zuko y Sandy Olsson ni es idílica ni mucho menos supone un ejemplo de lo que es una gran historia de amor. Se trata de la sumisión femenina a cualquier precio. Claro que la película fue grabada a finales de los 70: para la época, Sandy fue la tipa empoderada que conseguía enamorar al macarra del grupo, que se plantaba un modelito sexy y fumaba para ser más gamberra, más sinvergüenza y menos finolis, revelándose contra los estándares sociales marcados para una cría de bien. Esa lectura simplista está obsoleta, aunque eso no quite que Grease continúa siendo un peliculón: para mí, para nosotras, que vivimos en tiempos de La Manada, el #Metoo y la neoliberalización sexual, Sandy es lo que no hay que hacer cuando una está enamorada.

Sandy me enseñó que no le puedes gustar a todo el mundo porque no eres una croqueta. Y, sobre todo, que no debes intentar gustarle a todo el mundo. Sin querer me enseñó que cuando una cambia para sentirse querida está predestinada al fracaso, al hueco vacuo, porque desprenderse de la esencia propia es algo similar a morir en vida. Y si tienes que cambiar de arriba a abajo para gustarle a un tío es que al tío no le gustas tú. Sandy también me enseñó —a mí y seguramente a todas las pavas que mirábamos sus caderas embotelladas en ese minúsculo pantalón de cuero negro— a vestirme para gustarme en el espejo y a no esperar validaciones ajenas de peña superficial. Que si me pongo un escote de tres pares de narices sea porque me apetece. A no dejar que nadie nunca me diga lo que me puedo poner o no.

Sandy también me dio un poco de envidia a ratos. Envidié su cuerpo normativo, su cinturita milimétrica, y el estilo de Rizzo y las curvas perfectas de Cha Cha DiGregorio, y que antes de los créditos todas consiguieran llevarse a su macho. Me dio pena y rabia y hasta odié un poco que hubiera mujeres más guapas, y más atrevidas, y más predispuestas a hacer lo que les diera la gana. A ser unas auténticas perras y llevarlo con galantería. Ahí fue cuando entendí que el cabreo entre mujeres es el mayor logro del patriarcado y le di valor a la palabra sororidad cuando no sabia ni que existía. De hecho, creo que incluso ellas también acababan comprendiendo, con sus tempos y sus patrones setenteros, que no puede haber una compañera de batallas mejor que otra mujer.  

Me di cuenta viendo a Sandy que el sexo jamás puede ser la excusa para que te quieran un poquito más: que las lágrimas de cocodrilo no son lubricantes aunque las cante Danny Zuko

Por Sandy aprendí que el amor entre amigas se cuece y se cuida a fuego lento. Que en la amistad no hay lugar para las exigencias. Que intentar encajar en una comunidad muy rosa y muy molona pero que te humilla, te juzga y no te toma en serio no es amistad: es bullying. Y que aceptar cualquier tipo de vínculo por miedo a la soledad es un error que con el tiempo se paga caro: cuántas chorradas hacemos para que nos acepten socialmente aquellos (aquellas) que, en realidad, detestamos. Aunque también aprendí que no todas las maldades se hacen con consciencia y alevosía. Que todos somos susceptibles de irnos por el mal camino alguna vez. Y que tan válido es empatizar con el responsable como no perdonarle nunca.

Me di cuenta también, viendo a Sandy sentada en ese coche aparcado en el autocine, que ninguna es mojigata en negativo. Que no es no pero, sobre todo, que sólo sí es sí. Que sin consentimiento ni hay amor, ni hay juego, ni hay nada. Que alguien que de verdad te respeta no se atreverá a preguntar dos veces y que el sexo jamás puede ser la excusa para que te quieran un poquito más. Que las lágrimas de cocodrilo no son lubricantes aunque las cante Danny Zuko. De él y su rebaño de amigotes también aprendí algo: a sentir lástima por los hombres que necesitan un descapotable y una cita en la parte trasera del vehículo para no mirarse en el espejo. Qué aciagas sus vidas pero qué injustas sus consecuencias. Aún tuvimos que esperar mucho para que se reconociera abiertamente el machismo en sociedad y para que se empezara a hablar del empoderamiento femenino en el espacio público. Sandy, a su manera, ya me había enseñado la lección: si no te valora, tírale el anillo en la cabeza y corre.