No os podéis imaginar las veces al día que les digo a mis alumnos "el móvil" (alargando un poco la i) porque miran hacia abajo y lo utilizan durante la clase, desde el cajón. Se dan cuenta de ello enseguida y lo guardan o me dicen que están enviando un mensaje a su abuela (es sorprendente el nivel de comunicación que tienen con sus abuelas durante las horas de clase). Han aprendido a utilizarlo sin mover mucho los brazos ni las manos para que no los veas y la velocidad de su tecleo es realmente prodigiosa, incluso para mí que también me paso el día enganchada al móvil.

Leía hace pocos días que los jóvenes de hoy tienen (o tenemos) lo que se denomina nomofobia (no-mobile-phone-phobia). De hecho, lo leía porque se hizo un estudio sobre la dependencia del móvil con un grupo de jóvenes de entre quince y veinticuatro años que pasaron una semana sin el dispositivo. Eso les provocó ansiedad, angustia y miedo. El famoso FOMO (fear of missing out), el miedo de perderte alguna cosa que está pasando adentro del espejo negro. No sé si, como yo, cuando el móvil os dice el tiempo de utilización diario os da vergüenza, os odiáis y pensáis en los libros que tenéis pendientes y las pelis que habríais podido ver.

Como mis alumnos, yo tengo siempre el móvil en vibración o en silencio y me ahorro llamadas si lo puedo solucionar con un mensaje que pienso bien como escribir. Se les ha nombrado la generación mute. También he leído que en los últimos años la instalación de aplicaciones de tonos de llamada ha bajado muchísimo (antes era una decisión que tomabas deliberadamente, después de escuchar todas las melodías y, lo mejor, podías cambiarla en función de quién te llamaba). Me dicen que no les gusta que los llamen porque no saben como acabar las conversaciones, no quieren que alguien más los pueda oír y se les hace extraño hablar con alguien sin verle la cara. Es una manera curiosa de relacionarse con la exposición: por una parte buscamos preservar mucho la intimidad, pero después nos mostramos de manera absoluta en las redes en vídeos que quieren parecer espontáneos y no lo son y perseguimos con filtros y repeticiones una perfección que no existe. El control absoluto de esta exhibición proporciona calma, y la observación en bucle de las propias imágenes, un placer narcisista.

A menudo me pregunto qué buscamos cada vez que miramos las notificaciones del móvil; es la espera incesante de alguna cosa que no llega nunca, como si siempre tuviéramos que encontrar un Whatsapp a punto de cambiarnos la vida

¿Quién no sufriría, estando una semana sin móvil? Que en las reuniones serias lo sacamos para apuntar noséqué y así de paso comprobamos los correos. Y después de dos horas de obra de teatro corremos a desactivar el modo avión, con aquellos segundos de espera, de vacío existencial, hasta que se cargan las conversaciones de Whatsapp. Es paradójico que sea un espacio de libertad absoluta y nos permita sentirnos así (podemos movernos por cualquier ciudad siguiendo la flechita de Google Maps, buscar o colgar información sobre la cosa más remota y secreta) y a la vez nos someta en cuerpo y alma. Como decía Cortázar con el reloj, aquí somos nosotros, ya no los regalados, sino los esclavizados.

A menudo me pregunto qué buscamos cada vez que miramos las notificaciones del móvil. Cada una de las más de ciento cincuenta veces que lo hacemos al día, con necesidad de yonqui. Es la espera incesante de alguna cosa que no llega nunca, como si siempre tuviéramos que encontrar un Whatsapp a punto de cambiarnos la vida: un desastre planetario, un premio millonario. El control de un submundo ficticio con un "yo" que reclama nuestras atenciones cada veinte minutos. Pienso en mi primer Nokia con carcasa intercambiable. Entonces nos llamábamos, dejábamos hacer un tono y después colgábamos. Las perdidas. Era un código para que la otra persona supiera que la estábamos pensando. Ahora se debe hacer a través de los likes. Cada generación tiene sus códigos. Y cada código, su poética. Eso sí, entonces, sólo la otra persona sabía que pensabas en ella.