Esta Navidad ha muerto mi abuela. La última que tenía. Y de alguna manera he conectado con la niñez acabada y con los recuerdos más lejanos que tengo con ella. Carner explica la infancia de una manera preciosa, la inocencia de Pandara que coge fresas y que  “creu que el cel s’acaba darrere del jardí”, que “sempre ha vist el cel asserenat" e “ignora el xiscle i la gropada de les bruixes”. El mundo finito, conocido y tranquil de los niños pequeños.

El jardín de los abuelos debe ser de los sitios donde he sido más niña. Y parece que en casa de los abuelos, los abuelos deban estar siempre. Y pasan muchos años y un día la casa es otra porque primero los objetos gritan fuerte una ausencia. Y parece que la luz recaiga diferente en una silla y en un vaso. Pienso en las pocas fotografías que tenía de joven mi abuela. En los poquísimos vídeos. En cómo la sorprendía y le emocionaba la única foto que tenía de bebé en los brazos de su madre. En su no poder entender (no lo entiendo ni yo) las videollamadas a seis mil kilómetros con mi hermano que acaba de levantarse porque allí son las nueve de la mañana y aquí las tres de la tarde.

Con la generación de mi abuela acaba un mundo. Y seguramente nosotros no lo veremos cambiar ni un cuarto de un cuarto de cómo lo ha visto cambiar ella. Tenía once años cuándo empezó la guerra y recordaba el julio del 36 y el disgusto de niña del vestido hecho a medida por fiesta mayor que aquel año quedó colgado en el armario. Tenían sabañones en las orejas y un corral con gallinas. Sin agua corriente, sin métodos anticonceptivos, sin poder hacer si no era con el permiso de. Sin poder escoger casi nada.

Tener toda la información al alcance no quiere decir saber entenderla ni saber diferenciar los hechos de las opiniones

Entonces pienso en mí y en mis alumnos adolescentes. A Carmeta le gustaba mucho que le hablara. Recuerdo aquella anécdota de los niños de ciudad a quienes pedían dibujar un pollo y hacían uno de asado en un plato. Mis alumnos tienen centenares o miles de fotos. De hecho, todo lo que los atrae es a través de la imagen. Se construyen mediante las redes y saben la felicidad y la belleza que se vende. Son un poco más que niños, pero cuando se sientan en clase siempre tienen el móvil bajo los muslos. Saben fotografiar la mejor luz de la tarde y saben el placer en el cerebro que proporciona gustar a los que hay en el otro lado de la pantalla. Tienen toda, toda, la información a su alcance. Pero tenerla no quiere decir saber entenderla ni saber diferenciar los hechos de las opiniones. Este es también mi mundo, eh. Fragmentado, ramificado. Hipertextualidad. Horas de clic en clic, de tema en tema. Porque reina tanto la inmensidad como la superficialidad.

Pienso, sin embargo (y eso me sorprende porque me parece que no hace tanto que yo era una adolescente insoportable) que también son ellos que empiezan a ver y vivir de verdad la libertad en la orientación sexual y la identidad y la expresión de género. Me alegra ver que ellos sí que construirán relaciones que irán más allá de la heteronorma, los modelos tradicionales de familia y romperán casillas estables como muros de piedra. Y lo escribo y recuerdo la cara de mi abuela cuando hablaba, entre divertida e incrédula porque "eso sí que no lo había oído decir nunca".

La muerte de mi abuela, no sé por qué, me ha hecho contraponer dos realidades que han convivido en mí mucho tiempo. Y me ha hecho darme cuenta del abismo que las separa. Los jóvenes de hoy. Tendemos a etiquetarlos y a quererles definir. Los centennials (centennistes), para quienes la tecnología es parte indiscernible de la vida. No conocen el mundo sin Internet. Ni los libros de consulta de veinticinco volúmenes (a-alf, alg-aqu, ar-bah), ni aquel CD de la enciclopedia Encarta que a mí me pareció un cambio absoluto de paradigma.

Los padres de la generación de mi abuela decidían con quién se casaban sus hijas, los de los adolescentes de hoy los animan a creer que todos podrán ser Messi

Es cierto que viven así. Pero es evidente que no son tan diferentes en aquello esencial, una vez fuera de la capa robótica de las redes, porque en el fondo hay cuestiones eternas: el momento vital de crisis que supone intuirte a ti mismo como adulto. La inquietud, la vitalidad. Y ser tan joven que te puedes permitir equivocarte. Hay quien piensa que nos hemos pasado de frenazo y que se han colocado tanto en el centro las necesidades de los niños, se les ha ahorrado tanto la frustración que se les hace difícil afrontarse en el mundo. Para mí este es seguramente el gran tema: hacerlos seguros y trabajarles la autoestima, pero no incapaces de ver los obstáculos reales ni alimentar una autoimagen distorsionada y monstruosa. Los padres de la generación de mi abuela decidían con quién se casaban sus hijas, los de los adolescentes de hoy los animan a creer que todos podrán ser Messi. Ellos y su ropa. Carmeta y su vestido hecho a medida que tenía que durar un año entero. La tiranía de la inmediatez, el tempo de las series y películas y el de su aburrimiento a ritmo 1.5.

Pienso mucho, en ella. Y ahora que los he unido a ambos en unas cuantas líneas pienso que lo que querría para ellos de este mundo que desaparece es su calma. El cielo del patio, el hablar lento y la paciencia de Carmeta.