Glòria de Castro (Caldes de Montbui, 1974) acaba de publicar Els temples solemnes (Edicions del Periscopi, 2025). Es su segunda novela, y la escribió al mismo tiempo que L'instant abans de l'impacte (2022), también publicada en Periscopi. Afirma que el proceso de editar y revisar una novela le genera una gran desazón que solo puede compensar con una nueva obra. Tiene cinco manuscritos en el cajón que no tiene previsto sacar. En otra vida, De Castro se dedicó al mundo de la publicidad, hasta que decidió dejar atrás el ruido de Madrid para instalarse con su familia en la Mallorca rural.
En los años 90 había muchísimo dinero, sobre todo en el mundo de la publicidad. Las reuniones las hacíamos a las nueve de la noche, para irnos de copas después
Trabajaste en una agencia de publicidad durante veinte años, y en un momento dado lo dejaste todo para ponerte a escribir. ¿Cómo fue eso?
Trabajé en una agencia de publicidad multinacional casi 25 años. Y luego lo dejé; mi pareja también trabajaba en el ámbito de la publicidad, y decidimos dejar Madrid porque estábamos hartos de la ciudad. Nos fuimos a vivir a Mallorca; el sueño de mi marido era ser cocinero, y abrió un restaurante; mi sueño era escribir. Y eso es lo que hemos hecho. Yo no he podido dedicarme solo a escribir, compagino la escritura con el trabajo en una fundación.
¿Todavía existe aquel mundo festivo de la publicidad de los años noventa?
Eso cambió en 2008. La gran crisis arrasó con todo, los presupuestos ya no fueron los mismos, y los sueldos tampoco. En los años 90 había muchísimo dinero, sobre todo en el mundo de la publicidad. Las reuniones las hacíamos a las nueve de la noche, para irnos de copas después. Se hacían fiestas cada dos por tres, los rodajes siempre eran en la otra punta del mundo, al otro lado del mar. Y en 2008 todo se acabó, todos sufrimos un gran batacazo. Muchos compañeros perdieron el trabajo, que dejó de ser algo tan divertido para convertirse en otra cosa, algo más de remangarse y trabajar.
En Los templos solemnes vemos a una familia nuclear muy pequeña que se marcha de la Gran Ciudad porque su edificio se ha agrietado, y regresan a una casa familiar de la protagonista. Todos los escenarios son imprecisos. ¿Por qué?
Quería hacer una metáfora de cómo la sociedad que debería cuidarnos, sostenernos, facilitarnos la existencia, nos está abandonando. La casa de la ciudad se cae a pedazos porque la ciudad ha dejado de ser un lugar que te cuida. En el edificio donde vivían Nina y su familia en la Gran Ciudad había una grieta que no es solo la grieta del edificio, sino también la grieta en su vida profesional, la grieta en su vida.

Hay un hilo muy fino entre la belleza y el caos, en la danza
Nina es una bailarina frustrada. ¿Te gusta la danza?
Me gusta mucho ver danza, muchísimo. Quería construir una novela como si fuera una coreografía —aunque al final no ha sido tanto así—, pero me gustaba ese aspecto de la danza en el que todas las bailarinas bailan a la vez, y todas deben ir completamente acompasadas: basta con que una se adelante o se retrase para que todo se convierta en caos y desastre. Hay un hilo muy fino entre la belleza y el caos, en la danza. Quería que la protagonista fuera ‘cuerpo’, para mostrar cómo el mundo ataca a ese cuerpo que es frágil pero a la vez fuerte, que tiene belleza pero también es feo, porque el cuerpo y los pies de las bailarinas están siempre muy deformados. Me atraía mucho ese contraste entre belleza y lesiones o tensiones.
Nina sufre la enfermedad de la mujer posmoderna: tiene una familia, pero no termina de estar satisfecha, insiste en el deseo de ser independiente. ¿De dónde nace esa contradicción respecto a la casa y la familia?
Durante la época del COVID quedó muy claro que la familia era el lugar donde se suponía que uno debía sentirse a salvo. Nos dijeron “quedaos con la familia, así os salvaréis”. Y resultó ser el lugar donde hubo más violencias. Y cuando miras atrás y te sientas a preguntar cosas sobre tus antepasados, sobre las mujeres que te han precedido en tu familia, te das cuenta de que la familia, en realidad, era un espacio de mucha violencia. Y de ahí nace el rechazo de la protagonista. La familia es al mismo tiempo el espacio que debería sostenerla y, a la vez, puede ser un espacio de horror.
Creo que una de las cosas más evidentes del libro es esa mirada macabra.
Me inspiré mucho en los cuentos de los hermanos Grimm, que me han acompañado durante todo este tiempo. Y en esas historias siempre hay un protagonista que debe hacer distintos sacrificios o perder partes o cosas de sí mismo para poder alcanzar su objetivo. Creo que, sobre todo en los cuentos para niños, se está perdiendo ese componente que tenían las historias originales, tanto de la mitología griega como del folclore de los Grimm: la sangre, los personajes mutilados; ahora, en cambio, se tiende más hacia una literatura de las emociones. Yo quería volver a hablar del cuerpo, de la sangre, de hacer carnicerías. Como ella es cuerpo, también necesita hablar de todas esas cosas: del cuerpo, de la sangre, de la carnicería, de la caza. Además, a mí me gusta mucho la sangre.

Entrevistamos a Glòria de Castro / Foto: Montse Giralt
Quería crear la sensación de que siempre caminas sobre un hilo muy fino, que no sabes en qué momento perderás el paso y caerás en el caos
¿Crees en el psicoanálisis?
He hecho terapia, y creo que la familia no siempre es un lugar luminoso. Ahora los movimientos de ultraderecha insisten en volver a poner a la familia en el centro; el problema es: ¿qué pérdidas implica eso para las mujeres? Si se pierden los espacios colectivos de convivencia —que es lo que deberían ser las ciudades—, la familia se convierte en el único espacio de cuidado y de compartir. Pero, al fin y al cabo, los cuidados son otra carga para las mujeres, otra forma de encierro. Y tener un hijo es estar siempre atada al deber de cuidar a alguien, en detrimento del propio desarrollo artístico, profesional, espiritual.
Me gusta cómo creas y sostienes la tensión psicológica. ¿Te has inspirado en películas para hacerlo?
Parto mucho de imágenes, en concreto de un lugar donde iba de vacaciones cuando era pequeña. Había un pantano del que se decía que se tragaba a la gente y que tenía como un agujero medio mágico en el fondo, como un remolino. Y decían que quien se bañaba ahí, era engullido. Ese pantano me ha acompañado desde la infancia. También tenía en mente unas imágenes de danza de la artista Marina Abramović: se la veía bailando y golpeando unas columnas, porque lo que quería era mover el cuerpo, pam, pam. Golpeaba las columnas. El cuerpo quiere liberarse de esa estructura tan firme, pero para liberarse también tiene que maltratarse, herirse. Quería generar la sensación de que siempre caminas sobre un hilo muy fino, que no sabes en qué momento perderás el paso y caerás en el caos. El vacío en el techo de la casa nueva, el problema que tiene ella en el útero: hay un agujero negro que está presente a lo largo de toda la novela.
¿Está deprimida, la protagonista? ¿Evolucionará después de esa estancia apocalíptica en un mundo donde el cambio climático ya lo ha arrasado todo?
Hacia el final hay un punto de esperanza. Nina va iluminando esos espacios oscuros de la casa, los va acogiendo, del mismo modo que también irá penetrando en los espacios oscuros de su vida y los irá aceptando.

Entrevistamos a Glòria de Castro / Foto: Montse Giralt
Justo cuando los hijos llegan a la adolescencia, las mujeres también llegan a su ocaso hormonal
Nina e Iván también están en un momento oscuro. Nina habla de conocer a alguien como “ir hacia la luz” y, con el tiempo, volver juntos a la oscuridad.
La pareja empieza en un punto muy alto de luz y después todo es un descenso, y tenía ganas de contar eso en la novela y también reflejarlo en los protagonistas: él siempre está en lugares elevados, mirando el cielo y las auroras boreales, y en cambio ella siempre está a ras de tierra, habla de las zarzas, de las espinas, de sus pies, de todo lo que pisa. La historia de amor de Nina e Iván empieza en una cúpula donde hay unos seres mitológicos pintados, un lugar de una belleza extraordinaria. Pero cuando Nina se fija, esos seres mitológicos, esas pinturas, se están agrietando, se deterioran por la humedad y el paso del tiempo. Quería mostrar ese contraste entre lo elevado y lo terrenal, y también entre la luz y la hoguera. La luz inicial se apaga porque, en realidad, acabas conociendo los rincones oscuros de tu pareja —y también los tuyos propios.
Nina y su hijo Ariel. En la relación que tienen, rompes por completo con el tópico de la madre antipática, hipervigilante. ¿Es deliberado?
Sí, porque quería que transmitiera también esa sensación algo caótica; a veces ella dice que no sabe si sabe ser madre, lo repite varias veces a lo largo del texto, que a veces simplemente espera a ver qué pasa con las cosas.
Hablas del deseo sexual y de la maternidad, y de cómo se contraponen el uno con la otra.
Me interesaba el hecho de que, justo cuando los hijos llegan a la adolescencia, las mujeres también llegan a su ocaso hormonal: es un momento de muchos altibajos de carácter, que se solapan con los altibajos hormonales de los adolescentes. Hay ese cambio en los adolescentes, pero también hay un cambio muy fuerte en las mujeres, y esos dos momentos suelen coincidir.
También hay una relación amorosa, casi erótica, entre la protagonista y su hermano. ¿Qué papel tiene esa figura para ti, o por qué es necesaria?
Porque la casa también debe tener algunos puntos luminosos, no todo puede ser oscuridad. Ella siempre dice “mi hermano era la cabeza y yo era los pies”. El punto de luz es el recuerdo del hermano, que vivió con ella en esa casa, y ella lo sigue buscando, busca esa mitad suya que echa de menos.
Describes el cambio climático. No de forma abstracta, sino a través de las grietas en la pared, de las tormentas solares en ese espacio medio distópico. ¿Cómo ves Mallorca, ahora?
Fatal. Nosotros tenemos la suerte de vivir en un pueblo muy pequeño, en el centro de la isla, y gracias a Dios no sufrimos esa invasión de turistas en verano. Realmente es un lugar súper tranquilo y vivimos en el campo. Dentro de ese microespacio, estamos bien. Pero es cierto que desde 2021 hasta ahora la cosa se ha descontrolado. Fui a Palma y había tres cruceros a la vez, no se podía caminar por las calles. Bajan, colapsan la ciudad todo el día, no gastan, no ven ningún callejón bonito, no tienen tiempo de ver nada porque ya han vuelto a subir al crucero. Son turistas que quieren ver la belleza, pero la belleza tampoco está a su alcance, porque tienen que compartirla con millones y millones de personas.