Ferrater abría una de las conferencias de mediados de los sesenta afirmando que “en el orden de la cultura, en principio, se ha de dar por supuesto que esta no existe y toda la que existe es de propina”, pero que, aun así, valía la pena preguntarse por qué la prosa catalana, en comparación con la poesía, no había generado una tradición sólida. ¿Era porque los escritores catalanes no tenían recursos para profesionalizarse? ¿Era porque la burguesía catalana, al contrario, por ejemplo, que la francesa, era básicamente analfabeta? Era, sobre todo, porque las grandes novelas surgen allí donde hay una marcada tensión entre grupos sociales que facilita la emergencia de corrientes de pensamiento y sistemas de valores múltiples y a menudo opuestos. Los buenos novelistas absorben la efervescencia y la traducen; dan una forma diacrónica (de historia) a los conflictos que se desarrollan simultáneamente a su alrededor. Según Ferrater, esas diferencias sociales en Cataluña se presentaban de manera atenuada “en relación con un país realmente en evolución” y, además, los escritores tendían a diluirlas todavía más con su manía de malinterpretar las discordias entre catalanes como discordias entre Cataluña y España. Ferrater atribuía la confusión a la opacidad y el secretismo con que la burguesía catalana tendía a ejercer su (relativo) poder político, siempre de manera indirecta y necesariamente pasando por Madrid. Todo ello dificultaba que los escritores catalanes pudieran ver Barcelona como los rusos veían San Petersburgo o los franceses París.

Hace tiempo que empecé a interesarme por la historia de la danza clásica, partiendo de la suposición de que en Cataluña, simplemente y de manera orgánica, la ópera había arraigado, mientras que el ballet no

George Balanchine, el genio de la danza clásica

Cuando la ausencia de un fenómeno es el resultado de una amputación, de una discontinuidad anómala en el proceso de evolución de una cultura, se impone la obligación de estudiarla atentamente. Que no haya surfistas en Uzbekistán (país doblemente aislado del mar) es lógico y esperable, pero sería extraño que no los hubiera en la Polinesia. Hace tiempo que empecé a interesarme por la historia de la danza clásica, partiendo de la suposición de que en Cataluña, simplemente y de manera orgánica, la ópera había arraigado, mientras que el ballet no. Ha sido una sorpresa muy amarga ir descubriendo, contra todo pronóstico, un agujero del tamaño de un cráter celeste; el rastro de la demolición de un potencial que, de haber fructificado, habría podido convertir a Cataluña en uno de los referentes de la disciplina a nivel europeo. En Barcelona pasaron el tipo de cosas que, en el resto del continente donde ocurrieron, derivaron en la creación de escuelas y compañías de ballet de primer orden y en la educación de un público amplio a lo largo de los años. También los catalanes tendrían que haber aprendido a mirar la danza clásica, a integrarla en su repertorio de instrumentos para la formación mental y espiritual. Algún día tendrán que salir a la luz las circunstancias específicas que permitieron y todavía permiten la negligencia. Mientras tanto, basta con prestar atención a la figura de un hombre, a su obra y a su paso por Barcelona, para formarse una idea del drama de fondo.

George Balanchine, en el marco del siglo XX, es a la danza lo que Kafka es a la literatura, lo que Stravinsky es a la música y lo que Picasso es a la pintura

Se llamaba George Balanchine (adaptación anglófona del apellido georgiano Balanchivadze) y, en el marco del siglo XX, es a la danza lo que Kafka a la literatura, lo que Stravinsky a la música, lo que Picasso a la pintura (a los dos últimos los conoció y con ellos trabajó; el vínculo con el segundo, tanto personal como profesional, duró décadas). Quiero decir que fue el tipo de artista que digiere una tradición, la reorganiza entera, la impulsa hacia el futuro, ensancha sus límites y acaba influyendo en un nivel más transversal de la cultura. En otras palabras, un genio. Nacido en San Petersburgo en 1904 y formado en la legendaria escuela de ballet del Teatro Mariinsky, el caos de la revolución lo traumatizó y al mismo tiempo fue un estímulo: las primeras coreografías surgieron del clima de ebullición creativa de los inicios del régimen comunista. Naturalmente, pronto se topó con la censura y la amenaza de las autoridades y tuvo que exiliarse a Europa, donde trabajó con el mítico empresario Diaghilev y sus Ballets Rusos. Con ellos, Balanchine visitó Barcelona por primera vez en 1927, no como coreógrafo sino como bailarín. La compañía de Diaghilev ya había actuado en la capital catalana en dos ocasiones, la primera de ellas (1917) durante la época estelar de Nijinsky. El paso de los Ballets Rusos por Barcelona está bien documentado: se destaca en el apartado “Historia” de la web del Liceu, se le dedicó una exposición en el CaixaFòrum, se ha recordado y conmemorado en diversos artículos. Hasta aquí, el proceso era normal. Barcelona participaba de un fenómeno cultural que recorría Europa: la fiebre por el ballet ruso o, más bien, por los experimentos vanguardistas de unos artistas asfixiados por la ortodoxia imperial que, gracias al ojo comercial de Diaghilev, capitalizaban su aura eslava, exótica y misteriosa.

Susan Sontag escribió un obituario conmovedor de Balannchine; Robert Gottlieb, histórico editor, estaba obsesionado con él, y el poeta W.H. Auden también sucumbió a su embrujo

Balanchine coreografió para Diaghilev, pero el clima de los Ballets Rusos lo asfixiaba y nunca se vinculó del todo a ellos. Tras la muerte del empresario, se alió con Lincoln Kirstein, un intelectual rico y torturado que quería popularizar la danza clásica en Estados Unidos y que, intuyendo el potencial de Balanchine, le garantizó la autonomía creativa que deseaba. Durante quince años, incluidos los seis de la guerra, el artista, ya establecido en Nueva York, creó algunos de sus mejores ballets, pero sobre todo se dedicó a educar a una generación de bailarines cuidadosamente seleccionados para realizar su visión. En 1948, junto con Lincoln, fundaron el New York City Ballet, la compañía con la que su talento cristalizaría por completo.

En las décadas posteriores, Balanchine alcanzó una influencia global, tanto en el ámbito de la danza clásica como en el de la danza moderna, tanto en la esfera popular (él es el responsable de la difusión masiva del ballet El Cascanueces) como en los círculos de la élite cultural. Susan Sontag, quizá la última persona a quien imaginarías cultivando un entusiasmo por el ballet, escribió un conmovedor e inteligente obituario en Vanity Fair en el que describía su obra como “una de las glorias de este siglo”. Su devoción por Balanchine, añadía, era del tipo que “puede convertir a una persona en exhibicionista”. Robert Gottlieb, el histórico editor, también estaba obsesionado con él; hasta los 89 años (tres antes de su muerte) siguió reseñando con regularidad las actuaciones del New York City Ballet. Se sabe que el poeta W.H. Auden sucumbió al embrujo: para él, Balanchine no era un intelectual, “sino algo más profundo, un hombre que lo entiende todo”. La lista podría seguir.

Las tres grandes innovaciones de Balanchine

Para apreciar las innovaciones de Balanchine, es necesario entenderlas en el contexto de la historia de la danza clásica. Aun así, intentaré hacer un resumen en tres puntos: en primer lugar, Balanchine emancipa el ballet de la narrativa, es decir, de la necesidad de contar una historia. En segundo lugar, sofistica la técnica clásica y la pone al servicio de la metáfora, del símbolo. Hay ideas, pero encarnadas: los bailarines dejan de interpretar personajes con conflictos psicológicos y se convierten en figuras impersonales que, mediante la implicación total de cada milímetro del cuerpo, contribuyen a expresar los sentidos de la obra. En tercer lugar, Balanchine otorga una importancia muy especial a la música. Entiende que la coreografía no debe ser un elemento decorativo de ella ni viceversa, sino que una y otra deben encajar a la perfección. En sus ballets, es como si la música se hiciera visible: la danza funciona como un correlato en luz y color que acentúa las mejores ideas del compositor y disimula sus carencias.

Cuando todo funciona (coreografía de Balanchine con bailarines, orquesta, iluminación y vestuario a la altura) se crea una atmósfera hipnótica, hiperreal y saturada que te transporta a un estado de pura alegría. En un sentido más general, podría decirse que la obra de Balanchine integra cierta sensibilidad vanguardista (la tendencia a la abstracción y al minimalismo, la fascinación por el atletismo y la velocidad, la precisión matemática en la musicalidad, etcétera) sin caer en la trivialidad ni en la inercia mecanicista, desvitalizadora, en la que a menudo ha caído el arte contemporáneo.

New York City Ballet.

Hoy en día el ballet se ha convertido, allí donde alguna vez importó, en una disciplina más bien insular, pero la llama de Balanchine no se apaga. El New York City Ballet, a pesar de los defectos y escándalos que arrastra, sigue siendo hoy la compañía de ballet más interesante, viva y dinámica del mundo. Entre sus asiduos, promotores y colaboradores están la actriz Sarah Jessica Parker, el diseñador Zac Posen, la directora de cine Sofia Coppola, entre otros (es anecdótico, pero guardo en el móvil la captura de pantalla de una story que Rosalía publicó durante uno de sus viajes a Nueva York: la foto de una entrada para ir a ver la versión de Balanchine de El Cascanueces).

En la novela autobiográfica A feather on the breath of God, la escritora Sigrid Nunez describe una serie de (comprensibles) sentimientos conflictivos en relación con Balanchine el hombre, a quien califica, no obstante, como “el más grande coreógrafo que jamás ha existido”.

En 1952, la compañía salió de gira al extranjero por primera vez. Durante cinco meses, Balanchine y sus bailarines presentaron temporada en nueve ciudades europeas, empezando por la capital catalana

Barcelona y el ballet, la tradición que no fue

Hay una ciudad donde los ballets de Balanchine deberían celebrarse especialmente y donde ni siquiera parecen existir: Barcelona. Volvamos ahora un momento atrás. Hemos fijado 1948 como la fecha de fundación del New York City Ballet. Cuatro años después, en 1952, la compañía salió de gira al extranjero por primera vez. Durante cinco meses, Balanchine y sus bailarines presentaron temporada en nueve ciudades europeas, empezando por la capital catalana.

Habría que investigar a fondo cómo fue que esta visita llegó a producirse. La historiadora Jennifer Homans no entra demasiado en ello en su (fantástica) biografía de Balanchine, pero sí cita un revelador pasaje del diario de Lincoln en que se comenta que dos miembros de la junta directiva del City Center (el teatro que entonces acogía al New York City Ballet) habían dimitido como protesta por el viaje de la compañía a la Barcelona franquista.

Por la parte catalana, la (poca) información que he podido reunir sugiere un papel destacado de Joan Antoni Pàmias, empresario del Liceu durante la dictadura, en la operación: tanto en la web del Institut del Teatre como en la de la asociación LiceXBallet (dedicada a recopilar la memoria del Ballet del Gran Teatre del Liceu) se reconoce el papel de Pàmias como impulsor y defensor de la danza. Quizá también influyó el bailarín y coreógrafo del Liceu Joan Magriñà, que estuvo en contacto con el círculo de los Ballets Rusos y que acumuló, a lo largo de los años, diversos videocassettes y artículos de revista dedicados al New York City Ballet (como se puede comprobar echando un vistazo al inventario del fondo Magriñà, disponible en línea).

El caso es que Balanchine vino, y eso ya es bastante notable, pero los detalles de la ocasión la hacen todavía más extraordinaria, y su olvido más doloroso.

El artículo continuará el próximo lunes.