Hacerse mayor es ir tropezándose a menudo con nuestras particulares magdalenas de Proust. Está el olor de ganado que nos remite a las tardes en el pueblo de bicicleta con ruedines, pantalones cortos y rodillas peladas. Está el sabor del Frigopie que nos transporta a aquellas playas de los noventa con avionetas desplegando propaganda, la primera vez que vimos el mar. También hay Freddy Mercury y Montserrat Caballé haciéndonos recordar qué sentimos el día que Rebollo encendió el pebetero olímpico, la palabra 'macanudo' que nos traslada al tacto del sofá desde donde celebramos el 5-4 de Pizzi contra el Atlético o el tacto del serrín de lápiz que nos traslada a un aula de primaria llena de chiquillos vestidos con bata a rayas.

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Cristina Cappelli (Matilda) y Angelo Spagnoletti (Daniel), los dos actores principales de esta brillante serie. (Netflix)

El primer beso, sin embargo, a menudo no necesita nada más que un único gancho para hacerse presente de nuevo: un nombre, un lugar concreto y, de repente, el recuerdo vivísimo de la primera vez que saboreamos otros labios mientras notábamos unas mariposas levantando el vuelo dentro del estómago. De eso va Generación 56k, la serie de Netflix de la cual nadie habla y que agradecerás que alguien te haya recomendado: de abrir el cofre de los recuerdos de la niñez, pero no por el hecho de recordar el primer amor, sino por la magia de tropezarse, fortuitamente y veinte años después, con la persona a quien dimos el primer beso de nuestra vida.

Cuando la sensiblería no empalaga

La historia es simple: después de encadenar un desengaño amoroso tras otro, Daniel (Angelo Spagnoletti), un director creativo de treinta-largos que trabaja haciendo aplicaciones para móviles, tiene una cita Tinder y se enamora perdidamente de una chica. Ella, sin embargo, no es quien dice ser. Tampoco se llama cómo afirma llamarse. Y sobre todo, para nada del mundo le confiesa aquello que él no es capaz de recordar: es Matilda (Cristina Cappelli), o sea, la primera persona con quien veinte años atrás se hicieron el primer beso, cuando eran dos niños y vivían en la isla italiana de Procida. Hasta aquí podemos leer. A partir de esta primera cita obra del destino, lo que principalmente pasa es que la historia entre los dos se abre de manera cariñosa, adictiva y tierna, manteniéndonos con una sonrisa de oreja en oreja durante los ocho capítulos de la serie, que en ningún momento se hace empalagosa y entra tan bien como un granizado de limón en la sombra una tarde de agosto.

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Azzurra Iacone (Matilda) y Alfredo Cerrone (Daniel), los dos jovencísimos actores que dan vida a la pareja de niños. (Netflix)

Con analepsis permanentes y muy bien acompasadas entre el presente, el año 2021, y un pasado ubicado más o menos en 1998, asistimos a dos historias de amor paralelas pero protagonizadas por los mismos dos personajes. Por una parte, la trama actual, donde él sueña con un amor que parece imposible y ella lucha por no caer a la tentación de enviar su relación al garete, abandonar su vida y atreverse a pensar más con el corazón que con la cabeza. Por otro lado, el argumento del pasado, teñido de aquel tono mágico de las historias de amor infantiles que tienen films como Mi chica o Love actually y en el cual los dos niños se enamoran de la manera que nos todos enamoramos por primera vez: con timidez, con dudas, con miedo de no saber si aquello que pasa es real o mentira y, sobre todo, con el desconocimiento de que no hay amor más potente en el mundo que el que, de tan natural, no se parece al amor que vemos en las películas.

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Gianluca Fro (izquierda) y Fabio Balsamo (derecha), actores secundarios de la serie y que saltaron a la fama gracias a una parodia viral con la canción Despacito. (Netflix)

Apología de la nostalgia

Uno de los aciertos más agradables de Generación 56k es ubicar la historia en la isla de Procida y la ciudad de Nápoles, sin duda la ciudad menos occidental que existe en Europa. Una ciudad que tiene tantos partidarios como detractores y que, según dicen, sólo puede odiarse encarnizadamente o amarse con locura, pero que sin duda es de las pocas metrópolis de Occidente que todavía funciona sin las prisas propias del siglo XXI, talmente como si aún viviéramos en los noventa. Si alguna cosa tiene aquella zona del sur de Italia es que allí, hoy, las viudas todavía llevan luto vistiendo de negro, los bares todavía parecen decorados de Cuéntame como pasó congelados en el tiempo y los chiquillos todavía juegan a pelota en la calle en vez de estar en casa con la PlayStation o en una plaza haciendo Tik-Toks.

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Los personajes de Sandro, Daniel y Luca en la versión infantil de 1998, en la isla de Procida. (Netflix)

Hay una frase hecha napolitana que dice "‘a gatta pe’ ghi’ ‘e pressa, facette ‘e figlie cecate", que más allá de traducirse como la gata que tiene prisa acaba haciendo hijos ciegos, lo que realmente quiere decir es que la prisa no es nunca una buena consejera. En la serie, todo tiene tan poca prisa que ni el tiempo parece verse alterado y precisamente la única diferencia realmente destacable entre la trama de 1998 y la de 2021 es que los protagonistas se han hecho adultos, aunque eso no signifique que hayan cambiado. Aquello que ha cambiado es el mundo a su alrededor, aumentando la velocidad y la inmediatez del día a día gracias a una cosa incipiente y casi exótica cuando eran pequeños: internet. El ruido del modem de 56k conectándose a la red es la mayor magdalena de Proust de todos los nacidos a finales de los ochenta, por eso es bonito que este pequeño cuento de hadas transformado en serie se cierre con un elogio supremo a la paciencia. A cuándo el amor no dependía de una aplicación de citas. A cuándo quedarse sin conexión porque llamaban al teléfono de casa no era el fin del mundo. A cuándo los mensajes, escritos a mano, no nos hacían vivir a la espera de un doble check o una respuesta. A cuándo decir "me gustas", en definitiva, era mucho más apasionante y sincero que hacer like.