Ha rodado veintidós largometrajes en 25 años y ha tocado todos los palos. Cuesta reconocer al mismo director detrás de dramas tan conmovedores como El tiempo que queda (2005), Mi refugio (2009), Frantz (2016) o Gracias a Dios (2018) y en comedias de la ligereza de 8 mujeres (2002) o Potiche (2010). Ahora presenta su nueva película, Mi crimen, que llegará a las salas de cine el próximo día 5 de mayo, y que conecta con las dos últimas, cerrando conscientemente una trilogía cómica. Hiperactivo y juguetón, François Ozon (París, 1967) es una de las figuras que llega a la capital catalana gracias al BCN Film Fest que se celebra estos días. El cineasta francés se inspira en una vieja y olvidada obra teatral escrita por Georges Berr y Louis Verneuil para construir una deliciosa reflexión sobre la sororidad con potente mensaje feminista, a partir de la peripecia de una aspirante a actriz que sufre el intento de violación de un poderoso productor que escondía intenciones lascivas en su oferta de trabajo. Todo un modelo de conducta para el condenado Harvey Weinstein. Cuando el depredador sexual aparece muerto, ella pasa a ser la principal sospechosa del asesinato.

Situada en el bullicioso París de 1935, Mi crimen se re refleja en el teatro de boulevard francés y en las screwball comedías norteamericanas anteriores a la Segunda Guerra Mundial y, a partir de réplicas y contraréplicas llenas de ingenio, de referencias cinéfilas, y de una encantadora ligereza de tono, incorpora ecos del MeToo y pone la lucha del feminismo contra el patriarcado en el eje del relato. François Ozon, además, cuenta con un reparto de lujo: junto con las jóvenes y fantásticas Nadia Tereszkiewicz y Rebecca Marder, para la trama sacan la cabeza Dany Boon, Fabrice Luchini y, en un papel divertidísimo y bien pasado de vueltas, la divina Isabelle Huppert. Una buena muestra del estatus del director en la industria, siempre acostumbrado a trabajar con los actores más importantes de su país. El cineasta nos atiende horas antes de inaugurar el BCN Film Fest.

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Foto: Pere Francesch / Quim Vallès

Mi crimen es una comedia ligera en el tono, pero habla de cosas muy serias, como la violencia machista, con un discurso feminista muy potente.
Justamente eso es lo que me gusta de la comedia, que a través de ella pueden gravitar asuntos más graves o incluso tenebrosos. En 8 mujeres se mezclaba con la tragedia, porque había un suicidio, y en Potiche había una reflexión melancólica de las relaciones de pareja. Y ahora, en Mí crimen hay un mensaje amoral, porque tenemos un asesinato que hace que todo el mundo sea más feliz, que todo el mundo salga ganando. A mí la comedia me entusiasma no por ser comedia, más bien porque posibilita múltiples niveles de lectura sobre cualquier tema.

El único que no gana es el productor asesinado. Es inevitable pensar en Harvey Weinstein. Una de tus aportaciones al guion fue convertir a la protagonista en actriz. ¿Situando la trama en el mundo del cine había un posicionamiento personal en tiempo del MeToo?
Sí, absolutamente. Por un lado, la obra original era misógina, propia de su tiempo, los años 30. Yo quería sacarla de contexto y situar esta trama del falso culpable en el mundo del cine y el teatro porque ya sabemos que todas las actrices y todos los actores son unos mentirosos y unos tramposos. Mienten todo el rato, hacen trampas, y a pesar de todo nos fascinan, los escuchamos, los amamos, los adoramos, los convertimos en estrellas. Y este elemento, aplicado a la trama, me interesaba mucho. Por otra parte, obviamente todo el tema del MeToo también tuvo que ver con que situara el conflicto entre una actriz y un productor, pero tampoco quería ir mucho más allá.

No hago cine político, no me interesa, pero sí quería hacer una película dedicada a las mujeres y para las mujeres

Lo que está claro es que hay una lectura muy actual en una pieza escrita hace casi un siglo...
La situación de las mujeres ha cambiado muchísimo, por suerte. Entonces, en Francia, las mujeres no tenían derecho a votar ni a tener una cuenta bancaria, era muy difícil que tuvieran una carrera profesional, y para casarse necesitaban dote. El patriarcado lo abarcaba todo. Igualmente, todavía hay mucho camino por recorrer. Como te decía antes, la comedia permite tratar temas como estos de una manera ligera que, entre otras cosas, permite que un mensaje como el de la película llegue a más gente. No hago cine político, no me interesa, pero sí quería hacer una película dedicada a las mujeres y para las mujeres.

En Mi crimen hay un puñado de guiños al cine clásico y a la screwball comedy de los años 30. Y, en un momento dado, las dos protagonistas van a una sala de cine como antídoto a una realidad no demasiado amable. No sé si lo haces con cierta nostalgia...
En poco tiempo hemos visto unas cuantas películas como Babylon, de Damien Chazelle, Los Fabelman, de Steven Spielberg y El imperio de la luz, de Sam Mendes, que de alguna manera han hecho un homenaje nostálgico al cine con el que hemos crecido. Y a posteriori me da la sensación que, después del confinamiento, todos tuvimos un poco de miedo a perder el cine como lo entendíamos hasta entonces, a perder la experiencia colectiva que supone vivir una proyección en una sala. Con los cambios de hábitos y la consolidación de las plataformas, quizás hemos temido una desaparición que inconscientemente nos ha empujado a hacer películas que celebran el cine.

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El filme tiene a dos actrices jóvenes como protagonistas, pero cuentas con Dany Boon, Fabrice Luchini, André Dussollier o Isabelle Huppert en roles secundarios. En estos años has trabajado con casi todas las grandes estrellas del cine francés. ¿Hay alguna que se te haya resistido?
Muchos, muchos... La verdad es que cuando un actor o actriz me dice que no, lo acepto con tranquilidad aunque me pueda saber mal, tiene sus razones, y a mí me gusta crear un clima de alegría y complicidad a los rodajes. Sophie Marceau me había rehusado hasta cuatro veces antes de rodar Todo ha ido bien, pero seguí insistiendo hasta que dijo que sí. Otro ejemplo es Isabelle Adjani, que nunca había querido trabajar conmigo hasta que hicimos Peter Von Kant. En este asunto incide mucho la inteligencia de los actores, cuando se dan cuenta de que el protagonismo de un personaje, el tiempo en pantalla, no es tan importante, y que a veces pueden sacar jugo a un papel secundario. En todo caso, todos los actores tienen un ego importante, y si han aceptado es porque seguramente antes habían tenido papeles mucho más protagonistas en otros proyectos míos. Y todos ellos, todos, me vinieron a decir que en el cartel de la película su nombre salía con letras muy pequeñas, y que las dos actrices jóvenes ocupaban demasiado espacio (río).

Que si mienten y hacen trampas, que si tienen un ego gigante... ¡qué collejas dejas caer a los intérpretes! Podríamos hablar del ego de los directores, también.
(ríe) ¡Adoro los actores! Y sí, yo también tengo un ego importante. Pero menos que el de otros, eh... (ríe)

Hace 25 años del estreno de Sitcom, tu primer largometraje. Una cifra redonda que invita a hacer balance. ¿Cómo ves la trayectoria, el camino recorrido?
¡Uy! Todo ha ido a toda prisa, parece que fue ayer... ¡Recuerdo que presenté la película en Sitges! No acostumbro a mirar atrás, ni analizar mucho, eso es cosa vuestra. La época de Sitcom es casi otra vida. Mira, últimamente han empezado a llegarme invitaciones para hacerme retrospectivas, y eso me inquieta un poco, porque acostumbra a querer decir que tienes un pie en la tumba. ¡De momento las estoy rehusando todas!