¿Cuál es el pueblo más feo de Catalunya y por qué es El Vendrell? Esta es la rotunda interrogación afirmativa que leí hace unos cuantos meses en Twitter, nuestra querida red social en la cual la vanidad por metro cuadrado de los usuarios es más cansina, incluso, que la vanidad que gasta cualquier escritor catalán el día de Sant Jordi.

Empecemos por el principio, sin embargo. ¿Qué es más falso, que Sant Jordi es el día más bonito del año o que pisar El Vendrell es menos recomendable que recibir un puñetazo en el estómago? La única forma de investigar cuál de los dos mitos tiene más fundamentos de verdad es descubriéndolo en primera persona, por eso he decidido pasear por El Vendrell en un día tan señalado y descubrir qué tiene más fuerza: el idealismo del día del libro y el amor venciendo la fealdad vendrellenca o, por lo contrario, la fuerza de la fealdad chafando a la aparente belleza de un día único. Es cierto que se podría haber hecho el experimento yendo a otras poblaciones como Calldetenes, L'Hospitalet de l'Infant, Badia del Vallès o Martorell, ilustres ciudades todas ellas y que aparecen también siempre en las listas de los pueblos catalanes más feos que el culo de una nevera, pero incluso en eso El Vendrell es una localidad única, ya que su mala fama es tan extrema que un autor vendrellense como Marc Guitart ha publicado este año un libro sobre el municipio y que lleva por título a Todo el mundo odia nuestro pueblo.

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Una bucólica imagen del centro histórico del Vendrell con el mural de los Nens del Vendrell, en el fondo. (Pau de la Calle)

Me lo encuentro cerca del Teatro Àngel Guimerà, donde esta noche actúa con su grupo Guardafuegos, y me habla del Cau de l'Arc, un local mítico de hace décadas y que fue el epicentro de la movida musical del Baix Penedès en los años ochenta. En aquel antiguo tugurio ahora está la Biblioteca Terra Baixa, en la que, quizás para mantener vivo el espíritu de la desaparecida sala de conciertos, una canción de Oques Grassss suena por el hilo musical a un volumen tan alto que no sé si preguntar a las bibliotecarias dónde tienen la primera novela de Mari Carme Rafecas o pedirles una cubata. "Ni esto es una discoteca, ni El Vendrell es tan feo como dicen ni, sobre todo, Sant Jordi es el único día del año en el que existen los libros", me dice una de ellas, que me confiesa vivir en el Vendrell desde que el pueblo era eso: un pueblo, un rincón de mundo que de un día para el otro pasó de tener cinco mil habitantes a ser una ciudad media de casi cuarenta mil, con barrios como Sant Salvador, El Francàs o Coma-ruga, "pueblos administrativamente vendrellenses pero donde la gente no entiende El Vendrell como parte de su vida", tal como me comenta la poeta Laia Maldonado. Eso, claro está, por no hablar de las decenas de urbanizaciones perdidas en medio de la montaña donde "pocos son los que tienen el día de Santa Anna marcado con color rojo en el calendario", como confiesa a un miembro del Baile de Diablos del Vendrell.

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Tres jóvenes modernistas del siglo XXI que se habrían hecho amigos de Joan Puig y Ferreter echando la mañana delante de la casa natal de Ramon Ramon. (Pau de la Calle)

Quienes tampoco hacen mucha cara de sentir devoción por Santa Anna ni por Santa Teresa, la otra festividad grande del municipio, son un grupo de jóvenes que pasan la mañana sin demasiada alegría en la Plaça de los hermanos Ramon i Vidales, aunque, ya de entrada como buenamente me imagino, me dejan claro que no están allí sentados por ningún tipo de homenaje al ilustre autor de sainetes Ramon Ramon. Tienen veinte años, no llevan ninguna rosa ni ningún libro bajo el brazo y, cuando les pregunto si preferirían eliminar Sant Jordi del calendario o el Vendrell de la capa terrestre, me dicen que "las dos cosas la misma mierda son". Si hubieran nacido hace un siglo y medio habrían sido modernistas de la rama decadentista; si hubieran nacido hace medio siglo habrían asistido al mítico concierto vendrellense de La Polla Records en Ca l'Escori, a mediados de los ochenta; han nacido en el siglo XXI, sin embargo, me hablan mientras de fondo suena una canción de Cecilio G y me confiesan que, si fuera por ellos, el tema no está en si vivir o no vivir en el Vendrell es aburrido, sino por qué vivir en un país como España es tan infinitamente jodido. Habría sido una sorpresa que escucharan La meva es el mar, pienso cuándo justamente me cruzo con Jimmy Piñol, histórico batería y para quien El Vendrell no es Florencia, como tampoco los Lax'n'Busto fueron nunca los Guns'n'Roses, pero que haber nacido y crecido en el pueblo es un motivo de orgullo, por eso todavía hoy casi todos los miembros de la banda viven, más pendientes de mantener en secreto si el Pemi Fortuny dice "aguanta" o "la bamba" en el estribillo de Lleça't que del mito según el cual El Vendrell es Mordor.

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Un mito vendrellense del rock catalán, Jimmy Piñol, delante de la estatua de otro mito vendrellense, Pau Casals. (Pau de la Calle)

Para afirmar que vivir en España es un coñazo no hay que hacer demasiadas investigaciones a pie de calle, ya lo sabemos, pero aguzando el oído y hablando con la gente del Vendrell sí que se puede afirmar que vivir en la villa natal de personajes históricos como Andreu Nin, Pep Jai o Maria Julivert genera disgustos, sobre todo cuando se sale de los límites geográficos del municipio. La historia que dos jóvenes me explican mientras venden rosas en una parada de su entidad cultural es chocante, tanto que me ruegan mantener el anonimato: dicen que una vez, hace años, en las Fiestas de Gracia, conocieron a unas chicas de una ciudad próxima pero con mucha más autoestima que El Vendrell y que, tras confesarles a las muchachas que los dos eran vendrellenses, ellas dijeron "De verdad? No lo parecéis, ¡pero si sois normales!". Atónito al testimonio, anoto la frase en mi libreta mientras veo una placa de estética noucentista en la Baixada de Sant Miquel que dice "No ensuciéis las paredes" y pienso en por qué el nombre de esta villa sigue tan ensuciado por un mito que no se aguanta por ningún sitio, ya que una ciudad con un centro histórico precioso, repleto con tres museos como el Deu, el Portal del Pardo y la Fundación Apel·les Fenosa, con dos casas natales como la de Pau CasalsÀngel Guimerà o con una parroquia como la de Sant Salvador, que tiene un altar mayor obra de Josep Maria Jujol, es quizás una ciudad anormal, de acuerdo, pero en el sentido positivo de la palabra, ya que tener todo este patrimonio histórico y cultural en tanto pocos metros cuadrados es evidentemente la cosa menos normal del mundo.

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En otra dimensión, El Vendrell es un pueblo sin fama de feo porque en este letrero dice "Despotricar del Vendrell es ensuciarse la boca". (Pau de la Calle)

Las cosas poco normales no acaban aquí, sin embargo: ¿hay algo más anormal que ser escultor, vivir en París y abandonar la ciudad del arte para ir a vivir al Vendrell? Es lo que hizo Apel·les Fenosa, que un día, camino a Montblanc, pasó por el Vendrell y decidió quedarse para siempre. "En este pueblo las fuerzas vivas ya están muertas", afirma Phillippe Lavaill, el artista que fue discípulo de Fenosa y que me saluda mientras trabaja en la escultura de un busto de Josep Carner en una de las salas de la Fundación, aprovechando que el museo celebra una exposición sobre Carner y la escultura fenosiana de una violinista que tanto cautivó al Príncipe de los poetas. Lavaill, nacido en Perpinyà y también discípulo de Dalí, me dice que El Vendrell es feo, sí, pero me pregunta: ¿es que hay alguna ciudad bonita, hoy, en este mundo donde todo es simulacro y dejadez? Me explica que a Fenosa lo enamoró el color blanco del Vendrell, que le recordaba Creta, y yo le explico que a mí El Vendrell me parece más bien rosa o anaranjado, como el color de un vino rosado clarete, posiblemente porque me viene a la memoria el Vinyes Ross de Jané Ventura, uno de los tres vinos selección de esta bodega vendrellense tripulada por Gerard Jané, un viticultor con alma de artista que decidió bautizar esta tríada de vinos con nombres nacidos a partir de versos de Josep Maria de Sagarra.

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El escultor rosellonés Phillippe Lavaill cumpliendo el sueño de cualquier maragalliano: partiéndole literalmente la cara a Josep Carner. (Pau de la Calle)

Cada vez más convencido de que El Vendrell es mejor de lo que dicen y que Sant Jordi es peor de lo que decimos, acabo el paseo con el vendrellense más ajetreado en el día de hoy: Jordi Mitjans. El propietario de la única librería del centro de la villa me desmonta en un abrir y cerrar de ojos el mito sobre el 23 de abril cuando me afirma que Sant Jordi no es el día más bonito del año, sino el día más importante. "Te lo digo como librero, pero también como persona". La diferencia entre el adjetivo bonito y el adjetivo importante vale la pena tenerla en cuenta, igual que vale la pena recordar que para afirmar que una cosa es fea, primero habría que tener la decencia de descubrirla de un poco más cerca, pienso.

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Lectores vendrellenses voraces en la librería Mitjans convirtiendo el día de Sant Jordi en el día más importante del año. (Pau de la Calle)

Por eso, por desgracia, quizás El Vendrell, con su decadencia siciliana, nunca será tan feo como el hecho que del Día de Sant Jordi algunos pretendan hacer el Día del Español, tan feo como que el día de Sant Jordi haya riders de Glovo haciendo cola en alguna librería para repartir pedidos a domicilio, tan feo como que hoy sea el día en que consideremos a epidemiólogos o cocineros en escritores o tan feo, como, en definitiva, que el día 23 de abril haya convertido una cosa como los libros en un producto puntual y típico de un día, como la butifarra de huevo el Dijous Sant o los panellets por la Castañada. Hoy en El Vendrell lo he visto con mis ojos: si Sant Jordi existiera sabría que los mitos también sirven para matar alguna cosa más que dragones.