La Sala Atrium recupera, hasta el 27 de julio, el montaje que la directora Glòria Balañà i Altimira realizó de Decadència en el año 2020. El autor de esta obra de 1981 es el actor y dramaturgo británico Steven Berkoff, que en 1994 dirigió y coprotagonizó con Joan Collins la película homónima. Del mismo autor, Ramon Simó y Manel Barceló –en la dirección y la interpretación respectivamente– nos ofrecieron en 2013 Els dolents de Shakespeare, una mezcla de disertación, diálogo y representación de los grandes malvados del bardo inglés; y en 2019 Josep Maria Mestres dirigió Com els grecs, otra obra de principios de los ochenta en el contexto de la Inglaterra thatcheriana.
El fausto verbal y la máscara
Decadencia es una sátira que ofrece un retrato exagerado y caricaturesco de unos personajes profundamente odiosos. La versión catalana de la obra, espléndidamente traducida por Neus Bonilla y Carme Camacho, se mantiene fiel al lenguaje transgresor de Berkoff, con rimas informales, musicalidad interna y una marcada expresividad lúbrica. Míriam Alamany y Carles Martínez vuelven a ponerse en la piel de unos miembros de la alta burguesía inglesa –cada uno interpreta a dos personajes– que el gobierno de Margaret Thatcher consolidó. Cuatro décadas después, la corriente de pensamiento que ellos encarnan resurge con fuerza alimentada por el ascenso del populismo de ultraderecha.
Asistimos a las relaciones entre los dos integrantes de un matrimonio con sus respectivos amantes. Los cuatro son parásitos y corruptos. Alamany –miriñaque y vestido azul chillón; joyas, peluca y mucho maquillaje– encarna alternativamente a la voluptuosa e insaciable Helen y a la vengativa Sybil. Martínez, con un conjunto floral de buena factura, muy vistoso –y “tan emperifollado que parecerías una mariposa”– interpreta tanto a Steve, un “cachorro” que necesita jugar para no aburrirse, como al exasperado Les. Hay cierto reflejo de Las amistades peligrosas, probablemente pasado por el filtro de Quartett de Heiner Müller.
El teatrillo de los ricos ociosos tiene mucho de siniestro. No hay tabúes ni límites dentro de la pecera del confort y del lujo extremo
El énfasis en lo sórdido se consigue mediante mecanismos de amplificación e hipérbole. La clave de este registro interpretativo, que funciona como una máscara grotesca, la da el propio autor, cuando en el prólogo de la obra afirma haber comprendido que los ricos se mueven con una gestualidad desagradable o hablan a gran velocidad para aparentar no sentir nada respecto a lo que dicen. El teatrillo de los aristócratas desocupados, tal como los retrata Berkoff, rezuma siniestralidad e insaciabilidad obscena. Dentro de su pecera de lujo anhelan ser objeto de deseo –“¿No te parezco un monumento?”; “¿No te excito?”– y se extasían con la anticipación de banquetes fastuosos. Al mismo tiempo, la forma grosera y sobreactuada con la que hablan del placer deja entrever un tedio profundo.
Una opulencia ostentosa que incita al odio
En la puesta en escena, además del trabajo actoral, tiene gran importancia el componente plástico. El espacio escénico diseñado por Alfonso Ferri se compone tan solo de un sillón y un inmenso marco con moldura dorada suspendido en diagonal sobre el escenario. En el lienzo-pantalla se proyectarán distintas pinturas, una para cada escena, con efectos de zoom y desplazamiento. La representación de Prometeo con el hígado devorado presidirá la evocación etílica de Steve; un exótico concierto de pájaros se convertirá en un bodegón barroco con frutas y animales muertos, coincidiendo con el relato de un suculento festín. Los personajes se explayan en narraciones excitantes –especialmente Helen, auténtica Sherezade del hedonismo y la opulencia– y en ricas descripciones de manjares exquisitos en restaurantes exclusivos frecuentados por representantes del poder, incluida la realeza.
Son bocas ávidas de hablar, deglutir, beber, lamer, succionar. No parece casual que la palabra “vampiro” aparezca en la primera y la última escena
Dice Jorge Dubatti que Berkoff crea una nueva forma –no adscrita a ninguna corriente teatral preexistente– de producción de sentido político y resistencia crítica. Si en Greek mostraba al pueblo inglés hundido en la degradación –se expresaba en términos de “peste británica”, miasma contagiado por el gobierno de Thatcher–, aquí el foco se sitúa en las clases privilegiadas. Los personajes de Decadencia animalizan o cosifican a quienes no son como ellos –la “chusma obrera”, los inmigrantes–, dejando un rastro de inmundicia racista y aporofóbica. Su lujo exclusivo va acompañado de una lógica sadomasoquista que el autor considera intrínseca a una subjetividad de clase: el placer experimentado –por ejemplo, en la escena de la cacería– se mide en relación con el dolor o la humillación que ha sido necesario infligir para obtenerlo. Autoafirmados en el privilegio –“El mundo nos envuelve”; “Que nada perturbe nuestros sueños”; “Me gusta el placer que llega después del daño”–, son bocas ávidas de hablar, deglutir, beber, lamer, succionar. No parece casual que la palabra “vampiro” aparezca en la primera y en la última escena.