Sí, pero no. Parece infinita la capacidad de sorprender, de reinventar su universo sin traicionarse, de ir un poco más allá. Pero también parece inevitable perder comba emocional cuando la arquitectura visual tiene el peso que Wes Anderson da a La Crónica Francesa. Con uno quizás confuso sí pero no como respuesta, la nueva película del cineasta tejano activa la esquizofrenia del firmante de este artículo, tan desconectado de los personajes y las melancólicas historias que se explican como boquiabierto con la belleza de la propuesta, con la exquisitez de las viñetas de los aleluyas, las deslumbrantes ilustraciones de este cuento, con los colores y las formas, con la minuciosa cantidad de detalles cuquis y el cuidado de todo lo que vemos en segundo plano, las pequeñas historias dentro de las medias historias. Y, claro está, con la firma visual de un cineasta reconocible como ningún otro.

Aunque el cartel parezca insinuar un medio camino entre la habitual casa de muñecas andersoniana y el nuestro 13 Rue del Percebe ("no hablamos de ello, pero no te extrañe nada que Wes conozca el tebeo, porque lo lee todo, lo escucha todo, lo sabe todo", me decía hace unas semanas Javi Aznárez, el diseñador barcelonés del póster y de parte del imaginario visual del filme), La Crónica Francesa apuesta por la antología, por el conjunto de relatos con una mínima conexión, como carta de amor un punto caricaturizada hacia aquel periodismo que daba sentido al oficio, cuando los titulares chillones que te obligan a hacer click y el escribe cortito que la gente se aburre eran sólo pesadillas de profetas desajustados. Aquel periodismo de vaso de whisky y manchas de tinta en los dedos, de humo de cigarrillo y máquina de escribir con el violento sonido de las teclas y la prisa por la entrega a tiempo. Aquel periodismo de Grant, Russell y Hawks en Luna Nueva, o de Lemmon, Matthau y Wilder en Primera plana. Aquel periodismo que era literatura, era investigación, era narrativa, era referencia. El periodismo que hacía, por ejemplo, el The New Yorker que Anderson devoraba y con el que La Crónica Francesa se refleja.

Así pues, con su nueva propuesta, Wes Anderson no llega ni mucho menos a la inspiración de Los Tenenbaums (2001), de Viaje en Darjeeling (2007), de Moonrise Kingdom (2014) o de Isla de Perros (2018), pero, paradójicamente, redondea más que nunca su apuesta visual. Patina... pero fascina. Aburre... pero hipnotiza. Cautiva... pero no va a ningún sitio. Os damos algunas claves para entrar preparados a la lectura del último número de La Crónica Francesa.

La crónica francesa- Wes AndersonLa nueva película de Anderson recupera su entrañable imaginario visual.

Un obituario, una guía de viajes y tres reportajes largos

Vamos a la propuesta argumental de Anderson: la película está formada por la plasmación visual de un puñado de artículos imprimidos en La Crónica Francesa, el nombre de un suplemento europeo ficticio (inspirado, reiteramos, en The New Yorker) de la revista norteamericana ficticia Liberty, Kansas Evening Sun; con una redacción expatriada a una Francia ficticia (la idealizada y barroca que permanece al imaginario ya barroco de Wes Anderson), concretamente en la ficticia y bucólica villa d'Ennui-sur-Blasé (nombre que esconde el primer chiste del filme, coged el diccionario).

Su director, Arthur Howitzer Jr. (interpretado por Bill Murray, el actor fetiche de Anderson, e inspirado en los legendarios periodistas Harold Ross y William Shawn), es un sueño para cualquiera que se dedique a lo que se dedican sus trabajadores. Ofrece el tiempo de cocción necesario para hacer un artículo con pies y cabeza, paga dietas sin protestar, da consejos (el de cabecera: intenta que parezca que lo has escrito así a propósito), y sólo tiene una norma: en mi oficina no se puede llorar. Ni siquiera cuándo abandona la vida y, con el cuerpo todavía caliente, ninguno de sus trabajadores tiene permitida la lágrima. Todos saben que el adiós de Howitzer implica el cierre de la revista, así estaba decidido desde siempre. El mejor homenaje de su staff es redondear un último número con lo bueno - y lo mejor - de lo que se ha publicado.

Con el off de una narradora omnisciente con la voz de Anjelica Huston, la cosa empieza con una guía de viajes, el episodio más corto de la película, donde el personaje de Owen Wilson nos muestra los rincones de la pequeña y bonita ciudad d'Ennui-sur-Blasé. Y enseguida nos ofrece los tres reportajes que dan cuerpo a La Crónica Francesa. El primero, escrito por un crítico de arte (Tilda Swinton) nos presenta la peripecia de un artista encerrado (Benicio Del Toro) que navega entre la ambición de un marchante (Adrien Brody), que ve un negocio millonario en la obra de un condenado a muerte, y la obsesiva historia de amor que se despierta con la funcionaria (Léa Seydoux) de prisiones que lo vigila. El segundo plasma la mirada colorista andersoniana en mayo del 68, con una reportera (Frances McDormand) que cubre los revolucionarios movimientos estudiantiles de izquierdas encabezados por un joven idealista (Timothée Chalamet) con quien cruza los límites de la imparcialidad periodística. El tercero mezcla gastronomía y sucesos, con el secuestro del hijo de un chef y el operativo policial para rescatarlo, y la mirada de un crítico literario-gastronómico con memoria tipográfica (Jeffrey Wright) claramente inspirado en la figura de James Baldwin.

Una troupe fiel

Más allá de su sello de autoría visual, el cine de Wes Anderson también se puede reconocer por la gente con quien trabaja. Y, delante de la cámara, el cineasta vuelve a contar con cómplices más o menos habituales, miembros ya de una troupe que no deja de crèixer, como Bill Murray, Owen Wilson, Jason Schwartzman, Anjelica Huston, Frances McDormand, Adrien Brody, Willem Dafoe, Tilda Swinton, Edward Norton, Bob Balaban o Mathieu Amalric. Sumamos a recién llegados, como Timothée Chalamet, Elisabeth Moss, Benicio Del Toro, Christoph Waltz o Jeffrey Wright. Nadie puede reunir tantas caras conocidas en un mismo reparto.

El cine de Anderson se reconoce por la gente con quien trabaja; nadie puede reunir tantas caras conocidas

Detrás de los focos, la familia Anderson también sigue acompañándolo: Roman Coppola vuelve a hacer de mano derecha, en el guión y en la dirección como asistente. Robert D. Yeoman se encarga de la exquisita fotografía del filme. El extraordinario diseño de producción es a cargo de Adán Stockhausen. Y Alexandre Desplat firma una banda sonora que se contagia como el sarampión.

Y si hablamos de la música, buscad en Internet el alucinante videoclip de Aline (dirigido por Anderson con ilustraciones, también, de Javi Aznárez), donde Jarvis Cocker interpreta expresamente para la película la canción que inmortalizó Christophe en los años 60. Y, si os gusta, cuenta con el nuevo disco de Cocker, Chansons d'Ennui Tip Top, que publica coincidiendo con el estreno de La Crónica Francesa y donde versiona una docena de clásicos de Françoise Hardy, Serge Gainsbourg o Jacques Dutronc.

Timothée Chalamet, Wes Anderson, Tilda Swinton y Bill MurrayParte del reparto de la película durante la presentación en el Festival de Cannes.

Un cóctel de referencias

En esta Francia de multiverso, llena de rincones que son pequeñas obras de arte, Wes Anderson no sólo vuelca su idealización del país, también sus obsesiones periodísticas, musicales, arquitectónicas, literarias y, claro está, cinematográficas, que van de la Nouvelle Vague a Irma, la dulce (Billy Wilder, 1963), de los thrillers de Jacques Becker a los policías de las comedias mudas de Mack Sennett y la Keystone, de Stan Laurel y Oliver Hardy a Jacques Tati, cuyo espíritu está permanentemente presente en La Crónica Francesa. Incluso Tintín forma parte del batiburrillo inspirador de una película que es todo un espectáculo pirotécnico, una continua pirueta visual que nunca baja el ritmo y que pide una atención absoluta, dejando siempre la sensación que te has perdido alguna cosa.

De los virtuosos travellings laterales a aquella escena de (preciosos) dibujos animados que multiplican el efecto de una persecución policial, el abanico de recursos que utiliza Anderson, la cantidad de conejos escondidos dentro del sombrero, es sorprendente. Pero contrasta enormemente con la poca inspiración de los relatos, y con un ritmo narrativo que avanza a trancas y barrancas, sin fluidez. La belleza de la nada.