Ni Los girasoles ni Pilas de cereal enseñan los estragos de la emergencia climática. No son cuadros en los que salgan edificios postindustriales, contaminación medioambiental o bosques quemados y arrasados por la sequía. Al contrario, se trata de pinturas que señalan las peripecias de un mundo vulnerable de dejar de existir en el que el silencio, la reflexión o el olor a campo todavía son placeres que uno puede percibir con la calma anestesiada de un domingo por la tarde. Seguramente estas dos obras son la otra cara de la moneda de una sociedad de consumo que se está cargando el planeta a marchas forzadas con sus fábricas fast fashion y la sobreexplotación de los combustibles fósiles. Por eso sorprende, de buenas a primeras, que el activismo haya puesto su foco en estas dos piezas artísticas para quejarse del pasotismo de las personas y, sobre todo, de los estados y las empresas. ¿Por qué no tirar huevos a la fachada de la sede de una petrolera?, o no sé, ¿por qué no atarse a un árbol para salvarlo o sabotear las máquinas que producen masivamente las faldas de las tiendas low cost?

Atentar contra el arte es un ejercicio de difusión poderoso porque la genuinidad de una obra de arte única no es equiparable a un simple árbol cuyas semillas puede plantar todo el mundo. La sopa de tomate lanzada contra el cuadro de Vincent Van Gogh en la Galería Nacional de Londres y el puré de patata contra el cuadro de Claude Monet en el Museo Barberini de Potsdam asustan a la ciudadanía porque se percibe la posibilidad de que algo deje de existir para siempre sin ningún sustitutivo posible. Curiosamente, lo mismo que quisieron manifestar las cuatro activistas de Just Stop Oil y de Letzte Generation: que no hay plan B si la Tierra se acaba.

Pese a este paralelismo, las reacciones espontáneas del público general por las redes sociales fueron del tipo: “Qué culpa tiene una obra de arte de la emergencia climática, por qué destruir algo tan bello”. Hay algo de verdad en esto, no digo que no. Otras acciones de protesta, como sabotear gasolineras o salir a la calle con fotografías espeluznantes de los efectos dramáticos del calentamiento global para llamar la atención de los gobiernos, igual son más efectivas, tienen más sentido o incluso tienen un imaginario más acorde con la causa. Pero también es cierto que la repercusión cae en picado. ¿Alguien sabe cuántas manifestaciones por la emergencia climática se han hecho? ¿Alguien recuerda las marchas que se han hecho para increpar a los poderosos? Mucho me temo que no. Y cuando los que tienen la posibilidad de cambiar y redirigir las cosas se quedan de brazos cruzados, la obligación del pueblo es mobilizarse. Protestar no es quejarse y ya: es poner el foco en lo que realmente importa.

[Las acciones contra los cuadros] asustan a la ciudadanía porque se percibe la posibilidad de que algo deje de existir para siempre. Lo mismo que quisieron manifestar las activistas: que no hay plan B si la Tierra se acaba

Vale que Van Gogh o Monet no son los responsables del cambio climático, pero su obra tiene la fama suficiente para que millones de ojos se posen sobre ellas. Esa fue (es) la estrategia de las activistas de Londres y Berlín y también su cometido: no buscaban dañar ni destruir las obras, sino que su mensaje calara y se expandiera entre fronteras; una acción meramente funcional que no tiene nada que ver con la impulsividad y el hacer por hacer de los jóvenes, y mucho menos con la maldad y la inconsciencia que algunos medios o intelectuales les han atribuido. De hecho, el escándalo que se ha generado con la sopa y el puré ha obligado a la masa a dejar de ignorar el declive medioambiental. Porque el cambio climático mata a la gente. Según un informe de 2019 de la ONU, una de cuatro muertes prematuras y de enfermedades en el mundo están relacionadas con la contaminación y otros daños al medio ambiente. Se ve que es fundamental limitar el aumento de la temperatura mundial a 1,5 ºC, pero según el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) de Naciones Unidas, la ciencia nos dice que para lograrlo el mundo debe reducir un 45% de las emisiones para 2030 y lograr emisiones netas de valor cero para 2050. La realidad es que, solo en la década actual, se prevé que las emisiones mundiales aumenten casi un 14%.

just stop oil
Just Stop Oil

Por eso, en todo este asunto, lo importante no debería ser tanto el cómo si no el qué, sobre todo cuando el qué incumbe a toda la humanidad y cuando el cómo no tiene una intención dolosa o maquiavélica, sino puramente reflexiva. Los derechos de los que disponemos ahora se han conseguido a base de manifestaciones, huelgas, disturbios en las calles y algún que otro bote de pintura arrojado —fue una de las acciones utilizadas por las sufragistas a principios del siglo XX, y años después lograron que las mujeres de más de 30 años tuvieran derecho a voto—. Igual que las huelgas laborales para cimentar las 8 horas laborales, la marcha de la sal que llevó a la independencia india o el movimiento de los chalecos amarillos en la Francia de Emmanuel Macron. No lo hicieron porque sabían que funcionaría, lo hicieron porque creían que era justo hacerlo y lo consiguieron porque no sabían que era imposible. Ningún derecho, lucha u objetivo público se ha conseguido con los brazos cruzados, y el que piense que sí, o es un ignorante o no ha vivido una puñetera injusticia u opresión en su vida.

¿No será que lo que intentan es deslegitimar a las nuevas generaciones y sus estrategias porque son las que tienen un poco de conciencia sobre hacia dónde hay que ir?

La doble vara de medir con la que se ha analizado la acción de estas activistas por el cambio climático no tiene demasiado sentido. ¿Se señala a un bol de sopa y no a los sinvergüenzas que propician que merezca ser lanzado? Vemos día sí y día también cómo gobiernos, multinacionales o empresas continúan conspirando para lucrarse a costa de hipotecar la existencia global: aprueban leyes estatales limitadoras mientras dan concesiones para que petroleras, eléctricas y gasísticas sigan explotando los recursos y untándose en billetes que siguen reinvirtiendo en un día de la marmota del que ni saben ni quieren salir. Así que cualquier maniobra creativa, genuina y pura que tenga como objetivo una causa justa y que no proceda a cometer daño alguno, como es el caso, debería ser una causa tan inexcusable como legítima a la que los seres humanos no tenemos el lujo de permitirnos renunciar. Cualquier acción es inútil hasta que deja de serlo, y si molesta al establishment, punto a favor.

Visto el panorama, no es ninguna sorpresa que la gente esté cabreada y desesperada. Sobre todo los más jóvenes, que han heredado un mundo podrido y la responsabilidad de cambiar las cosas, y que viven frustrados por intentar luchar por un propósito común sin ningún tipo de respaldo. Casi además parece que se tengan que avergonzar por ello. Son etiquetados por los mandamases como la generación de cristal a la que todo le afecta y cuya mayoría, dicen, son críos sin compromiso ni pretensiones vitales. Lo ilustró Isabel Díaz Ayuso el otro día, cuando dijo que a la gente joven “le falta esa cultura del esfuerzo” y que, por culpa de la revolución digital y la multitarea que conlleva en la vida de estos sujetos, “les está aislando socialmente, les está eliminando el tesón, la paciencia y el relacionarse con otras personas”. Entonces en qué quedamos: ¿hacen cosas o no hacen nada? Casualmente, en los bares, santuario popular al que llegan todos los debates que valen la pena, se ha hablado de algo que resuena a crisis climática por unas chavalas armadas con un par de latas de comida envasada y algo de sentido común. ¿No será que lo que intentan es deslegitimar a las nuevas generaciones y sus estrategias porque son las que tienen un poco de conciencia sobre hacia dónde hay que ir?