Beth Gibbons nunca ha sido amante de precipitarse. Ni en los tiempos de Portishead ni ahora que camina en solitario. Eso juega a su favor, pues esa dosificación permite saborear su música a otro ritmo. Muy al contrario de lo que impera en la actualidad, siendo todo tan efímero en época de TikTok o con historias en Instagram que se evaporan a las 24 horas, Gibbons prefiere cocinar a fuego lento, quizá porque el guiso queda más rico y sabroso. Con Portishead se lo tomó con absoluta calma: de 1994 a 2008 publicaron tres discos. No en vano, eso fue suficiente: cada uno de ellos dejó una huella que en 2025 todavía resuena. Se les colocó en la escena trip-hop y, sin embargo, aunque por sonido y procedencia (Bristol) estaban anclados ahí, Portishead tenían autonomía propia, gracias a esa impronta tan singular, tan profunda y tan hermosa.

Dummy tenía un universo exclusivo, un disco que, aunque hayan pasado ya más de tres décadas desde su fecha de edición, mantiene íntegro su hechizo y, sobre todo, la capacidad de sorpresa: ilusión, magia, murmullos, elegancia… A continuación vino Portishead, un álbum que iba por ese mismo carril y que quizá no dejó canciones tan icónicas. Pero dentro de la trilogía complementa a los otros dos. En cambio, Third fue muy rupturista, con un sonido más intenso, mecánico e incómodo, un tanque que derribaba muros. Y que impresionaba a quienes pudiesen creer que la banda solo tenía argumentos para ir por una vía. El disco dejó anonadados a seguidores y a una prensa especializada todavía con capacidad para impresionarse. Sin duda, era el remate definitivo, una maniobra sólida para cerrar el círculo. Mientras, en 2002, Beth Gibbons ya había dicho la suya por su cuenta: Out of Season, junto a Rustin’ Man, el alias bajo el que se escondía Paul Webb, de Talk Talk. Una obra que está al mismo nivel de los discos de Portishead y que, por su idiosincrasia, para parte de su parroquia tiene categoría de intocable y madera de club selecto.

Discreta y escurridiza

El año pasado, cuando pensábamos que ya nunca más oiríamos material nuevo en la voz narcótica de Beth Gibbons, llegó Lives Outgrown. Y ya que había tardado tanto en dar noticias, obsequió a esos fieles tan pacientes con un disco que pasó un meticuloso proceso de maduración: tenía mil detalles y un registro novedoso. Así que, después de esto, Beth Gibbons puede tardar otros dieciséis años en publicar música: para cuando llegue, todavía no habremos asimilado al completo la complejidad y la belleza de estas canciones. Algo que pudimos comprobar en el Primavera Sound 2024, una actuación con aires cósmicos y espíritu celestial. Ganándose el respeto de un público que sabía qué hacía allí: silencio sepulcral y admiración sin límites. Con lo cual, que vuelva solo un año después (un privilegio, teniendo en cuenta sus tempos), merece otro brindis. Con una banda de otro planeta, un septeto en que las cuerdas y el trabajo con las percusiones se rebelan como protagonistas. Por otro lado, una guitarra que dirige la sesión con maestría: nada escapa a su control. Mientras, Gibbons sabe que tiene el foco encima y, por ello, se le permite ser todo lo esquiva que quiera. No es un secreto; siempre fue discreta y escurridiza. Es más, ese es uno de sus grandes encantos. Y si el lunes pasado Morcheeba ofrecieron cualquier cosa menos algo cercano al trip-hop, Beth Gibbons se agarra a un presente con otros retos y no se olvida de ese pasado tan glorioso.

Beth Gibbons se agarra a un presente con otros retos y no se olvida de ese pasado tan glorioso

"Creo que no sabes lo que vienes a ver", le dice una mujer a su acompañante. Mientras, entre ese mismo grupo de amigos, otra mujer llora a lágrima viva con la tercera canción. También hay un chaval cerca, con edad de ser hijo de la mayoría de asistentes (la media es la de los boomers), que se frota los ojos con cada canción. Está dentro de un sueño. Y no lo disimula. Entretanto, con Beth hay la sensación que justo pasaba por allí y, mira por dónde, se puso a cantar. Pero claro… ¡cómo canta! Y, debido a una iluminación estudiada, en muchos tramos no se le distinguen los rasgos de la cara. Se siente más cómoda en la penumbra. Uno de los momentos con más gancho de la velada es Floating in a Moment: aquello suena como el mar en noche calma, es una pieza que sabe a salitre. Y en Rewind tiene en su poder a una orquesta de corte oriental. O Mysteries (de su disco de 2002), que la canta a medio metro del micro y, al acabar, sí dice algo: parece contenta y a la vez inquieta. Y así, en esa caravana itinerante de sonidos y lugares, hasta llegar a los bises y entrar en otra dimensión: Roads y Glory Box de Portishead. Y, por supuesto, no estamos en el Roseland de Nueva York en 1997 (donde se inmortalizó un disco en directo con orquesta real), pero el entorno nos vale. Y en el aire, esa pregunta universal con mensaje, que tantos se hacen: dame una razón para amarte. Esa misma está en la voz de Beth Gibbons: es un regalo caído del cielo.