Cuando el Gran Teatre del Liceu comunicó que iniciaría la temporada con La guineueta astuta (Príhody lisky Bystrousky) del compositor checo Leoš Janáček muchos melómanos y otros animales de la música se alarmaron por el hecho de regalar este pistoletazo de salida a una ópera alejada de los greatest hits canónicos de la mayoría de teatros occidentales. La cosa tiene cierta gracia, no solo por la genialidad de su autor y la originalidad indiscutible de la obra misma, sino también porque estamos hablando de una pieza estrenada... ¡en 1924! Para poner las cosas en contexto amplio, en ese mismo año se publicó el Manifeste du surréalisme urdido por Breton y Goll, se creó el Wiener Kreis liderado por el filósofo Moritz Schlick, Joan Miró pintaba su Terra Llaurada y —en el terreno estrictamente musical— se escucharon obras de estilos tan dispares como Rhapsody in blue de Gershwin, Die glückliche Hand de Schönberg o Pini di Roma de Respighi.

Celebremos que La guineueta vuelva al Liceu, pues la obra de Janáček es una delicia y, si se produce como toca, vale más que siete mil Nabuccos o Bohèmes hechas a medio gas
Sería difícil que alguien negara el carácter reperotial o clásico a las obras que he mencionado. Pero la música siempre va a remolque, no porque sea una forma de arte más especial que las demás, sino porque el conservadurismo de su público (alimentado por la parsimonia programadora de los directores artísticos de todo el mundo) ha convertido la mayoría de cartelloni operísticos en un karaoke estandarizado de los mismos cincuenta títulos. Sea como sea, celebremos que La guineueta vuelva al Liceu, pues la obra de Janáček es una delicia y, si se produce como toca, vale más que siete mil Nabuccos o Bohèmes hechas a medio gas. Esta es una obra de una estructura difícil y un poco antigua, orientada al post-romanticismo (¡recordad que el Skandalkonzert ocurrió en 1913!), pero requiere un instrumento y un maestro que pueda enlazar lo melifluo con el Sprechgesang, y la comicidad delirante con un clima lánguido.
Una guineueta un poco coja
Teóricamente, este es —por tanto— el repertorio que más cuadraría a un músico integral como Josep Pons. Como suele pasar siempre, el maestro de Puig-reig estuvo más pendiente del foso que de las voces (a quienes demasiado a menudo tapó con excesivas onzas de volumen). Si pensamos en cómo la heredó, la consistencia de la orquesta ha mejorado de forma dramática; justamente porque nos tiene malacostumbrados, esta guineueta sonó un poco coja, seguramente pensada más como una sinfonía en mixtura de voces que como una ópera estricta. Eso no quiere decir que no hubiera materia de la buena, especialmente en los maravillosos interludios que nos ofrece el compositor, pero —supongo que por la falta de rodaje, escasez de ensayos y carencia de sintonía entre el repertorio de la orquesta y el autor— acabamos escuchando una versión notable. Es una lástima, y seguro que las representaciones posteriores podrán llegar a la excelencia.
Charlando con el poeta Enric Casasses en la platea del teatro, nuestro muy honorable me comentaba que, más que astuta, la ópera que comentamos podría llamarse “la guineueta múrria.” Esto viene a cuento para comentar la producción de un ironista importante como Barrie Kosky, porque diría que el australiano tenía en mente alejarse del infantilismo habitual con el que se lee esta pieza, pintando a su protagonista como una especie de femme fatale que desvirtúa la relación prototípica entre las bestias y los humanos. La cosa funciona en las partes más bufonescas de la trama, cuando el animalillo incontrolable seduce a la comunidad de homo sapiens que la acoge y —aún más— en la escena del desmembramiento de las gallinas. Pero las intenciones no lo son todo y el vodevil acaba desfigurando la penetración filosófica del libreto del propio compositor y la estética brilli brilli de todo ello resulta realmente fatigosa de ver.

Las intenciones no lo son todo y el vodevil acaba desfigurando la penetración filosófica del libreto del propio compositor y la estética brilli brilli de todo ello resulta realmente fatigosa de ver
En cuanto a las voces, esta guineueta se sostiene más allá de un binomio de protagonistas excelente y permitidme que me adelante elogiando esta política de la casa de ofrecer roles secundarios a cantantes de la tierra. Hay ilustres veteranos que lo bordan, como los tenores David Alegret y Roger Padullés y la mezzo Mireia Pintó, y después magníficas voces como Mercedes Gancedo o Anaïs Masllorens que quisiéramos escuchar en papeles de mayor relieve en un futuro no muy lejano. En cuanto a las vocal stars, el barítono sueco Peter Mattei demostró que sigue con una forma canora envidiable como para afrontar el final de su carrera en sanísimas condiciones. A pesar de poseer una voz un poco mate, de escuela rusa, la soprano Elena Tsallagova tiene el papel de la guineueta muy bien digerido y se adapta a la producción con gran murriería, así como Paula Murphy, una mezzo notable de quien quisiéramos un poco más de chicha vocal.
Finalmente, hay que decir que parece que la pandemia ya se ha acabado... y el Liceu vuelve a disponer de programas de mano para su benemérita audiencia. Quedan muchas entradas disponibles y hay descuentos del 50%. Queréis descubrir la guineueta. No con miedo, como dicen que deben tragarse las óperas recientes (sic) o poco conocidas, sino con un simple y alegre deseo de disfrute. Esperemos que la bestia vuelva pronto.