Sucedió hace dos años en el Azkena Rock Festival, en Vitoria: Lucinda Williams sale a actuar y, enseguida, se crean dos bandos: los que deciden abandonar el recinto porque les duele ver a esta gran dama de la canción americana en esas condiciones físicas, y los que optan por quedarse y ver qué pasa. Para estos últimos hay recompensa: se les escapan lágrimas de los ojos. Conscientes de su debilidad, se entregan a su voz, al pundonor y a la magia de las canciones. Por tanto, tras este tiempo, la fotografía y la escena no podían mejorar. Sin embargo, aún quedan quienes resisten: son los creyentes en una fuerza mayor.

Durante años, Lucinda Williams fue una de las voces clave de la música de raíces en Estados Unidos

No cabe duda de que Lucinda Williams se ha ganado todo el crédito. Durante años fue una de las voces clave de la música de raíces en Estados Unidos, lo que vino a ser el sonido Americana (rock clásico, country, folk). Nadie en su parcela acaparaba más atención que ella. Fue, sobre todo, a partir de Car Wheels on a Gravel Road, un disco que supuraba verdad y tesón, con un cancionero mayúsculo y la sensación de que se iba a comer el mundo. Y, por supuesto, lo hizo. Lo que vino después marcó una trilogía irrepetible (de 2001 a 2007): Essence es su disco más hermoso y delicado; con World Without Tears exprimía el limón de un blues ácido y retorcido, y con West llegó el álbum que abordaba la pérdida; en esa colección, masticaba cada sílaba. Las letras, que eran pura víscera y estaban estudiadas al detalle, resultaban demoledoras. Desde entonces, discos correctos (algunos, demasiado largos) y dos salvedades: un Blessed que la cogió inspirada y con un poso eléctrico que le sentó de maravilla; y en 2020, antes de la pandemia, entregó otra obra de notable alto con esa voz sesgada y profunda: Good Souls Better Angels. Luego se enreda con un invento que, al principio, hizo gracia, pero que, por culpa de la reiteración, acabó cansando. Cada cierto tiempo entregaba un disco con carácter de homenaje: a Tom Petty, a los Rolling Stones, a los Beatles, a Bob Dylan, a los clásicos del country de los sesenta, al southern soul que viajaba de Memphis a Muscle Shoals. Un exceso de producción y poco fruto, más allá de la curiosidad de escucharla afanarse con ese material. A todo esto, también en 2020, sufre un derrame cerebral, y las consecuencias son evidentes. Pero ella no para, ni de grabar ni de girar. Incluso publica su autobiografía, de título explícito e irónico: No compartas con nadie los secretos que te conté.

Una buena dosis de rock un jueves por la noche

Sin saber muy bien con qué nos íbamos a encontrar, la primera estampa que vemos de Lucinda es agarrada a su micrófono y concentrada únicamente en cantar. Una voz que creció conforme se sucedieron las canciones. A pesar de que ya no frasea igual, lo que la honra es que sabe dónde están sus límites, qué puede y qué no puede hacer. Y con eso le basta. Incluso saca más rédito ahora que en tiempos en que aún presumía de plenitud. Para sacar más tajada, lleva una banda de categoría: a las guitarras, Marc Ford (sí, aquel que tocó con The Black Crowes y que, cuando está cuerdo, toca como los ángeles) y Doug Pettibone (un mago que ha tocado con todo Cristo), dos músicos superlativos, tan distintos como complementarios entre sí. Y, a la batería, el carismático Brady Blade (estuvo en los Spyboy que acompañaron a Emmylou Harris).

La primera estampa que vemos de Lucinda es agarrada a su micrófono y concentrada únicamente en cantar

Sin embargo, lo que marca la frontera entre lo correcto y lo extraordinario es la interpretación de Drunken Angels. Ahí sí, está presente ese cosquilleo y el latido hondo y acelerado de un estribillo que has oído (y cantado) una y mil veces. En ese tramo, una cosecha exquisita: dos pases de Essence y otros dos de World Without Tears. Tocaba cerrar filas y subir el nivel unos cuantos puntos. Incluso la versión de los Beatles, While My Guitar Gently Weeps (a pesar del extraño contraste), entra de maravilla. No tanto el enredo con una pieza de Bob Marley, que quizá no venía muy a cuento. Pero no es hasta ese momento, con la electrizante Joy, que Lucinda se sincera: “You got no right to take my joy, I want it back” (no tienes derecho a quitarme mi alegría, la quiero de vuelta). Inevitablemente, y dadas las circunstancias, esto es una declaración de intenciones: no me vas a arrebatar el gozo de estar aquí. Y entonces, por primera vez en toda la velada, la gran dama sonríe y hace gestos de gratitud al público. Toca celebrar la vida, y qué mejor medicina que Rockin’ in the Free World de Neil Young. Y es que hay cosas que no fallan: una buena dosis de rock’n’roll en una noche de jueves es un triunfo. Es algo infalible.