Lo último a lo que me dedicaría en mi vida es a ser juez. Lo tuve claro desde pequeña: el peso de un destino en mis manos siempre me dio demasiado vértigo. Sin embargo, si tuviera que elegir con los ojos cerrados quién es el malo de la película en el juicio que enfrenta a Johnny Depp y a Amber Heard, fallaría a favor de la actriz. El por qué es evidente: miro las lágrimas desesperadas de Amber ahí sentada, indefensa, y veo a la niña de Igualada, a Marta del Castillo, a la joven violada por la Manada, a Ana Orantes, y a tantas otras mujeres que no han denunciado a sus malhechores porque no se han atrevido o porque, para ellas, ha sido demasiado tarde. Así que por inercia, por subjetivo sentido común, no dudaría ni un minuto en pensar que Johnny Depp es un violador sistemático, un adicto sin leyes y un maltratador de manual: porque vivir en un sistema que siempre da ampara al agresor en todas sus facetas me obliga a no pensar lo contrario. Resuenan fuerte en mi cabeza las palabras de Simone de Beauvoir, como un credo: “el opresor no sería tan fuerte si no tuviese cómplices entre los propios oprimidos”.

Y aquí la primera errata de todo este teatro made in Hollywood: creer que las opiniones personales son verdades inmutables. Releyéndome se podría deducir que se intenta esclarecer si hubo malos tratos o no por parte de Depp hacia Heard, pero no es así, y estas confusiones pasan cuando se mediatiza un proceso judicial hasta la saciedad: que al final ni los seguidores, ni los periodistas, ni el juzgado saben qué están valorando. Durante las últimas semanas, el juicio por difamación interpuesto por Depp contra su exmujer —esto es— se ha convertido en una carrera al raso que empuja a la opinión pública a posicionarse en un lado u otro de la balanza. O estás en contra de Johnny o estás en contra de Amber. O él es un abusador en potencia o ella sufre una bipolaridad marcada. No hay punto medio. Y que el litigio judicial esté abierto al público dificulta la cordura y acentúa el fanatismo. Es cuando brotan las vísceras que ya dan igual las formas, y las estrategias, y los métodos que se hayan seguido para hacerlas salir de las carnes, y en eso debería estar puesto el foco: porque cuando el fin engancha tanto, ya no es que justifiquemos los medios por muy ruines y reprobables que sean, sino que, inconscientemente, ni nos damos cuenta de que lo son.

Cuando brotan las vísceras ya dan igual las formas, y las estrategias, y los métodos que se hayan seguido para hacerlas salir de las carnes: en eso debería estar puesto el foco

Pongo un ejemplo. Sesión del 18 de mayo. La abogada de Johnny Depp, Camille Vasquez, hace salir a un oficial del juzgado con un cuchillo de grandes dimensiones, un regalo de Amber a su exmarido hecho en 2012, con una frase grabada en castellano: “Hasta la muerte”. Supuestamente, en ese año la actriz confirmó que ya había sido agredida por Depp, y la letrada aprovechó el momento: “¿Ese es el cuchillo que le regaló al hombre que la estaba golpeando y de quien tenía miedo?”. Personalmente, esta pregunta me suena demasiado a “¿Esa es la falda que llevaba cuando estuvo con el hombre que la violó?”, como si regalarle un cuchillo a alguien fuera empujarle irremediablemente a usarlo como arma violenta. Y ahí es a donde quiero llegar: que más allá de intentar esclarecer si el actor fue difamado por la actriz —según Depp, por culpa de un artículo que Heard publicó en el The Washington Post, su carrera como actor se vio perjudicada— o de convencer extra judicialmente sobre quién de los dos tiene la razón en sus versiones, este tipo de preguntas continúan reproduciendo las dinámicas patriarcales que culpabilizan estructuralmente a la mujer y cuestionan su voz en sede parlamentaria, y esa sí que es una verdad que podemos probar.

No se puede dejar pasar, además, lo obvio: que Johnny Depp no necesita ninguna presentación, pero Amber Heard, sí. No goza del mismo reconocimiento, y el actor —y sus abogados— lo sabe. Los que se mantienen alejados del cotilleo de Hollywood probablemente ni siquiera habían escuchado ese nombre antes que el juicio copara (solo algunas) pantallas, y otros seguirían todavía hoy sin reconocerla en una foto cualquiera. De mientras, el sucedáneo de Jack Sparrow llega al juzgado vitoreado y Heard es abucheada por las masas. En las redes sociales ya se cuentan por decenas de miles los comentarios bochornosos contra ella, sobretodo después que testificara públicamente que su expareja la había violado con una botella. Incluso Tik Tok tuvo que intervenir para censurar algunos audios hechos por las seguidoras del pirata más famoso del cine y que tenían la intención de ridiculizar el testimonio de la actriz. Y esto también es un problema que, otra vez, da por sentada la honestidad de un hombre solo porque es un personaje público triunfador con fama y dinero. Nada nuevo bajo el sol.

Yo no sé si Amber Heard es víctima de violencia machista o no, pero lo que está claro es que la industria del cine y el sistema harán todo lo posible para minar su credibilidad hasta los topes, para que, en cualquier caso, la gran perjudicada sea ella, con menos películas en su horizonte o soportando la etiqueta infalible de mujer loca. Si se dictamina que fue víctima, seguirá sometida al juicio social de por vida; si mintió y manipuló, arrastrará la cruz de por vida. No le pasará lo mismo a Johnny Depp, pase lo que pase, digan lo que digan. Juega con ventaja. Da igual lo que cuenten los tabloides, los fiscales o hasta la sentencia; Amber Heard ya ha perdido. Ese debería ser el titular.