Plácido Domingo se ha vuelto a subir al escenario y ha salido ileso: a mí que me lo expliquen. Que me cuenten cómo puede ser que alguien que ha sido acusado de abusos sexuales por varias compañeras siga disfrutando de privilegio oficial y mantenga el calor del público intacto y lo aguante con una sonrisa de oreja a oreja sin que se le salgan los colores. Es lo que debe tener echar raíces en un país de pandereta: se aplaude más la desfachatez que el candor de la humildad.

De nada ha servido que la conducta del tenor haya sido puesta en tela de juicio en Estados Unidos y esté vetado en instituciones públicas para que algunas privadas le sigan incluyendo en recitales o galas solidarias – que, al final, acaban gozando de igual publicidad. Algunas, para más inri, son entidades que tienen en sus estatutos el peso de la beneficencia y la filantropía – como Cáritas – y es, como mínimo, poco consecuente que dejen en manos de un presunto violador la ardua tarea de todo un año.

Pero de qué nos extraña: estamos acostumbrados al desastre y a la grandilocuencia infinita de los depredadores, a la pantomima de la obra separada del autor para justificar lo asqueroso y todo eso porque la maldad del macho bravo no se condena en la plaza pública del artisteo – en el caso de Plácido, tampoco frente a la ley; solo declaró ante una comisión del sindicato americano de cantantes de ópera.

No hay suficiente madurez social y separar la obra del artista es ya una excusa para no cuestionar al ídolo

Porque seamos sinceros: uno no piensa en la paliza que recibió Rocío Oliva de su pareja futbolista cuando recuerda la mano de Dios de Maradona ni deja de ver El pianista de Roman Polanski porque el tipo sea un pederasta confeso y convicto. ¿Por qué íbamos a bajar del pedestal a quienes nos han hecho disfrutar como borricos? Al contrario, la hazaña supera a la persona o hasta la ensalza hasta la pesadez. Es bochornoso y humillante asumir que no hay suficiente madurez social y que la estrategia se ha ido a la mierda, porque separar la obra del artista es ya una excusa utilizada para no cuestionar al ídolo (léase solamente como hombre, blanco y hetero). Se le quita hierro al asunto. Aquí la sociedad se marca un “pero” como una catedral. Y como dice Eduardo Sacheri en El secreto de sus ojos, el “pero” es una palabra de mierda que sirve para dinamitar lo que era, o lo que podría haber sido, pero no es.

Lo grave no es el crush aislado que uno tiene con la obra de artistas que han tenido comportamientos reprobables de cualquier índole; es la permanente influencia pública que se les concede la que debería quedar tocada de muerte. Aunque ya lo dijo Kate Millet, que lo personal es político, y lo que hacemos en nuestra intimidad también contribuye activamente a lo que glorificamos como grupo. Es obvio: uno se pone a admirar a un violador en la calma del hogar y acaba asistiendo a un concierto sin revisión, ni conciencia, ni nada. Y los conciertos llenan posts y stories y páginas y cabeceras, y las redes crean tendencia, y ya sabemos cómo va la cadena del reconocimiento. Sin darte cuenta uno está combregando y naturalizando lo salvaje, lo repulsivo. Y los groupies prefieren vivir arrodillados que morir de pie.