Amb la proclamació de la República, Amadeu Hurtado va ser un dels veterans republicans catalanistes, con el president Francesc Macià, que van tornar a l’arena política. La seva trajectòria prèvia havia estat llarga i intensa. Nascut a Vilanova i la Geltrú l’any 1875, l’advocat Amadeu Hurtado coneixia Macià des de la infància, i després del seu pas juvenil pel republicanisme federalista, que aviat va abandonar, i de quedar marcat pel Procés de Montjuïc –on va ser empresonat el seu amic Pere Coromines–, es van tornar a trobar com a diputats de Solidaritat Catalana, on Hurtado representava els republicans catalanistes independents. Després del fracàs de Solidaritat, Hurtado va abandonar la política, però la seva figura sempre va tenir una influència decisiva en la societat del seu temps.

Jurista de llarga trajectòria, degà del Col·legi d’Advocats en els tumultuosos anys de la Dictadura de Primo de Rivera, sempre va tenir un peu a la premsa. Hurtado havia col·laborat a El Diluvio, diari del qual també n'havia estat l’advocat, i va escriure sovint a El Poble Català, on va impulsar el debat sobre l’esquerra catalanista durant la seva primera etapa política. Coneixedor del poder i la influència de la premsa, l’any 1916 i per encàrrec dels seus clients, els germans Antoni i Ricard Tayà, va adquirir el vell diari republicà La Publicidad, renovant-lo de dalt a baix i esdevenint tot un modern editor. Durant la Gran Guerra va participar en la mobilització proaliada, cooperant en la tasca de la revista Iberia, de la qual el seu director Claudi Ametlla en va dir ser que n’havia estat una mena de “padrí espiritual”. Després de l’experiència al diari barceloní, que va acabar per discòrdies amb la propietat en l’inici de la convulsió social dels anys 20, Hurtado va repetir experiència amb uns altres clients, els germans Busquets, quan aquests es van fer amb els diaris madrilenys Heraldo de Madrid i El Liberal. Fastiguejat també per la seva sortida dels diaris dels Busquets, va decidir-se a fundar el seu propi mitjà: la revista Mirador, l’influent aparador de la cultura i la política més cosmopolita dels anys 20 i 30.

Amb la República, Amadeu Hurtado va esdevenir l’home de confiança del president Macià prop del president Niceto Alcalá Zamora, i va exercir el càrrec de conseller sense cartera de la Generalitat i de diputat al Congrés elegit a les llistes d’ERC. A les Corts Constituents va participar activament en la redacció constitucional i en la discussió i aprovació l’Estatut d’Autonomia. Alhora, va ser un dels representants de la República en diverses assemblees de la Societat de Nacions. Distanciat d’Esquerra, va liderar Acció Catalana Republicana –fet que va fer que adquirís un pes decisiu a La Publicitat, l'òrgan del partit– tot i que els resultats electorals foren dolents i es retirà de la política. Tingué, però, una darrera intervenció com a advocat de la Generalitat en el conflicte per la Llei de Contractes de Conreu i defensant a alguns dels processats pel 6 d’Octubre. Abans de la Guerra Civil va ser elegit president de l’Acadèmia de Jurisprudència i Legislació –des de la qual va organitzar el I Congrés Jurídic Català– i de l’Ateneu Barcelonès, una institució a la qual estava vinculat des de ben jove.

L’article seleccionat va ser escrit amb l’emoció d’haver escoltat en directe la decisiva intervenció del president del consell Manuel Azaña en el debat estatutari, que va ser l’impuls definitiu per la seva aprovació per les Corts republicanes. Per a Hurtado, Azaña representa l’encarnació d’una Castella que es comprometia a construir una nova Espanya on es respectessin les llibertats de les nacions que formaven l’Estat. Com a curiositat, tot i l’admiració que Amadeu Hurtado mostra per Azaña, aquest en els seus diaris personals no manifesta la mateixa consideració per Hurtado, a qui despatxa descortesament com a “gafe”.

 


“Por fin Castilla está aquí”

Amadeu Hurtado
Ahora, 1 de juny de 1932

Por un azar que aún no sé explicarme, no tuve el honor de conocer personalmente a Manuel Azaña hasta algunos meses después de haberle llevado la República al Ministerio de la Guerra. Amigo de sus amigos más íntimos, en trato frecuente con todos ellos, no se presentó nunca la ocasión de un encuentro pasajero con él. Sus primeros actos de propaganda revolucionaria, divulgados por la Prensa de información, le presentaban como un republicano anticlerical de viejo estilo, sin una nota personal que le distinguiera entre el tumulto. Fueron los primeros decretos que firmó como ministro de la Guerra los que reclamaron la atención de las gentes que, como yo, no le habían conocido antes. Será especialista en cuestiones militares –nos dijimos, como una afectuosa concesión. Pero ya despierta la curiosidad, un día leímos un discurso político dirigido a sus correligionarios en una reunión de partido y descubrimos tal número de coincidencias entre su pensamiento y el nuestro, pero al mismo tiempo, un conocimiento de los problemas vivos de la España actual tan profundo, tan clara y tan sencillamente expuesto, en un lenguaje tan puro y unas palabras de tan noble elección, que podemos asegurar que no hemos perdido desde entonces una silaba de cuanto ha dicho de cara al pueblo.

Hemos tenido, a pesar de todo, con Manuel Azaña un trato digno y poco frecuente. Sus ocupaciones de gobernantes y mi falta de representación de una fuerza política han reducido nuestra relación a una docena de conversaciones amistosas en los pasillos del Congreso. No he estado en la Presidencia del Consejo desde que él tan dignamente la ocupa. Y le he visitado una sola vez en el ministerio de la Guerra. Y, no obstante, un poco aturdido aún por la enorme complejidad espiritual de este hombre singular, ninguno de sus actos políticos me ha cogido por sorpresa hasta ahora, y menos que ninguno, su gran discurso del viernes último en las Cortes constituyentes. Este político español, que es de la estirpe de los Waldeck-Rousseau y Briand, no podía pronunciar otro discurso que el que tuvimos el placer de oír y el honor de esperar los que estamos de tiempo incorporados a las muchedumbres ciudadanos que siguen la trayectoria espiritual de hombres de este linaje. Discurso desconcertante para un público de aficionados a la política de vieja usanza española; discurso emocionante para la sensibilidad –cada día más afinada– de las actuales Cortes constituyentes, que andando el tiempo serán reconocidas como el honor de esta República. Un discurso más –dicen los viejos profesionales del periodismo político–; un discurso hábil para resolver una situación difícil del Gobierno; a lo sumo, una atrevida elucubración de ateneísta que con unos juegos históricos de ocasión ha querido probar fortuna congraciándose la simpatía de una Cataluña entre arisca y rebelde. Nada; un pasatiempo de un escéptico que, como los gobernantes de siempre, se preocupa de ir tirando.

Discurso desconcertante para un público de aficionados a la política de vieja usanza española; discurso emocionante para la sensibilidad –cada día más afinada– de las actuales Cortes 

Otras cosas más graves oirá Manuel Azaña. Su discurso habrá removido prejuicios ancestrales de muchos ciudadanos que, a pesar de la revolución, no han conseguido desterrarlos de su espíritu. El sueño de Giner y Salmerón, maestros y guías de aquella juventud catalana de hace más de treinta años, que asistió a los orígenes del actual renacimiento español, iniciado en Cataluña, es un sueño que toma cuerpo real en el pensamiento y en la acción de Azaña con un vigor que levantará las mismas resistencias de entonces. A esto es debida aquella emoción que nos produjeron las palabras de Azaña, exagerada adrede por algunos estimables periodistas. No fue debida al hecho de que el primer ministro de la República hubiese tenido el gesto de cordial comprensión a favor de las aspiraciones catalanas, que era cosa descontada, sino por aquella magnífica revelación de una fe viva en las energías constructoras de los pueblos españoles, que nos hizo exclamar sin querer, oyéndola de labios castellanos: “Por fin Castilla está aquí”.

Ya entiendo –dirán algunos–: este hombre se refiere a aquella parte del discurso que los periódicos de información rotularon “Canto a Castilla”. Noble discurso de Azaña, no fue en ningún momento un canto, porque se trata de un hombre que no está para canciones. De arriba abajo fue la constante afirmación de una voluntad racial, apoyada en la peña viva de las realidades españolas para transformar el concepto y el sentimiento de una patria. Todo el artificio unas veces pintoresco y casi siempre ridículo, con que era substituida o suplantada ante nosotros la representación de los pueblos de España y singularmente de Castilla, se iba derrumbando a medida que avanzaba el memorable discurso. Nadie le ha puesto a éste un comentario mejor que Abilio Calderón, el cual, presintiendo, como sus iguales de la Cataluña de fin de siglo, el desmoronamiento de toda la tramoya que les dio vida, calificó la última jornada parlamentaria como el día más triste para España y para Castilla. Es que por primera vez desde quién sabe cuánto tiempo, un castellano de pura cepa había invocado la fuerza de la propia raza, sin ponerla al servicio de la monarquía despótica ni de idealismos exóticos, como factor esencial de la vida de España y de su influencia en el mundo.

...aquella juventud catalana de hace más de treinta años, que asistió a los orígenes del actual renacimiento español, iniciado en Cataluña... 

Es posible que algunos diputados que aplaudieron el discurso y el público de la tribuna que se asoció al entusiasmo de la Cámara no llegasen a distinguir toda la transcendencia del momento de nuestra Historia que hizo posible que este discurso fuese posible desde la Presidencia del Gobierno: pero todos tuvimos la sensación de que había ocurrido algo nuevo, y singularmente todos los que durante una vida entera hemos estado esperando que los pueblos españoles hablasen con un lenguaje propio su propia verdad. Era el sacudimiento energético de la opresión histórica que, a pesar de posibles reacciones de defensa, está caída para siempre.

¿Y qué papel jugó en esta hora emocionante el famoso Estatuto de Cataluña? Es obligado confesarlo. Fue el papel modesto de un motivo ocasional, y en todo caso, el de un estímulo. ¿Regionalismos, nacionalismos, particularismos? –venía a decir Azaña–. ¿Por qué no, si, al fin, enriquecen con nuevos matices el tesoro espiritual de España? Donde quiera que esto sea una fuerza positiva, un valor de vida, que salga en buena hora a dar todo lo suyo, que al fin será de todos; que goce con toda holgura de plena libertad para que los pueblos españoles vivan a gusto su vida en común. Pero no habléis –añadía– de un nacionalismo castellano. Esta no es cosa para Castilla. Cada pueblo vive lo que es y como es. Castilla lo ve todo en el Estado, y, esté bien o esté mal, así es su vida y la razón de su genio, que sólo los pueblos que son capaces de subir fácilmente al orbe del Estado pueden algún día ser cabeza de una política de valor universal. No pueden temer nada de Castilla contra sus libertades los pueblos de la periferia española. ¿Por qué ha de importarles, si le basta a Castilla con su destino, que es llevar sobre los hombros la universalidad del nombre de España?

No pueden temer nada de Castilla los pueblos de la periferia española. ¿Por qué ha de importarles, si le basta a Castilla con su destino, que es llevar sobre los hombros la universalidad del nombre de España?

Palabras de profundo orgullo racial que hacen temblar de emoción. Ante ellas, todos los que escriben, hablan, discuten o gesticulan, regateando en nombre de una unidad española, sentida sin grandeza o imaginada sin dignidad, las aspiraciones de libertad de un núcleo nacional se nos antojan una triste decadencia defendiéndose contra un fantasma que marga sus postreras flaquezas. Parece imposible que sean catalanes los que, contra algunos castellanos impermeables a la sensibilidad del momento, se hayan sentido emocionados por las palabras altivas del hombre de Castilla, que es esencialmente Azaña.

Es que, partiendo de caminos opuestos, somos espíritus coincidentes en una misma fe, que, al encontrarnos ahora en una encrucijada de la historia, vamos a emprender juntos un mismo camino, llevando cada cual a cuestas su propio bagaje. ¿Vamos a pelear antes, en vil querella de pordioseros, para disputarnos el contenido de nuestras alforjas? Tomado lo que sea vuestro –dice Azaña hablando en gran señor– lo mío me basta, y lo mío no es la modesta provisión que os hace felices y que de vosotros depende que sea grande y por grande, útil. Lo mío es el genio rector de nuestro pueblo, trabajo en común; y de mi propio sentimiento de dignidad castellana depende que por este genio se haga fecundo el futuro trabajo para nuestro papel en el mundo.

Manuel Azaña. No sabemos la suerte que nos prepara el destino: pero este nombre quedará impreso en la Historia como el signo de una noble emulación entre los pueblos de España. Ambiciosa en su empresa, pero generoso y gallardo el gesto con que va empezarla. Nosotros, los catalanes, que llevamos también a rastras una pequeña masa insensible a las transformaciones espirituales del día, menos numerosa que la suya, aceptamos el gesto y cordialmente estrechamos su mano. Castilla es en él, por encima de todo, una inteligencia despreocupada y serena. Al final de la jornada la Historia dirá como en la nueva España que amanece se habrán fundido el genio castellano que se anuncia creador y la gracia mediterránea que, por ahora, ha sido el impulsor de este renacimiento que con tanta esperanza saludamos a la vez.