Mi ilustre colega, Xavier Arbós, se ha pronunciado hace poco sobre la inexistencia del llamado “derecho a decidir” en los ordenamientos internos español e internacional y sobre la consiguiente imposibilidad de llevar a cabo un referéndum unilateral sin violentar un principio esencial del Estado de derecho, la seguridad jurídica. Enseguida le ha seguido una avalancha de críticas, tanto de quienes afirman que sin saltar sobre las leyes nunca se habrían producido algunas convenientes revoluciones, como de quienes creen que basta poner una legalidad donde otra existía para que el cumplimiento de la ley y por ende la seguridad jurídica se mantengan intactos. Contestar con rigor cualquiera de esas afirmaciones escapa a los márgenes admisibles en una columna de opinión. También omito comentar el juicio de intenciones vertido en la crítica de una persona en concreto, que habla sobre la supuesta maldad de Arbós al pronunciarse como lo hace, un juicio de intenciones que solo cabe cuando quien seguro que las tiene es quien juzga, aunque no se expliciten. Pero precisamente de lo que quiero hablar aquí es de lo que en general llamamos las segundas intenciones.

La seguridad jurídica es, hoy, tiempo de sofistas y de relativismo, dogma solo respetado cuando el derecho sobre el que se reclama nos conviene, y anatema a rebatir cuando quienes transitan las fronteras de la historia pretenden precisamente saltar al otro lado. Es comprensible, pues, que el unionismo lo emplee como principio a respetar para mantener una integridad territorial de España que sabe que sometida a votación en ella difícilmente dejará de ser, y que el independentismo lo considere una excusa del unionismo para no aceptar la excepcionalidad del hecho de que una mayoría catalana quiera votar y la mayoría global española se lo impida. Bien es verdad que la pregunta no es una pregunta cualquiera, razón por la cual mienten mis colegas juristas (sean 60, 600 o 6.000) que afirman que la Constitución permite preguntar si alguien se quiere ir de la “indivisible patria común” como si la pregunta fuese equiparable a cualquiera de las hasta ahora planteadas. Y por supuesto, el Reino Unido, con su Constitución no escrita y las naciones reconocidas que asocia, no vale a la comparación.

Parte de la justificación política (no jurídica) del referéndum se apoya en la necesidad de saber cuánta vinculación siente Catalunya por la Carta Magna, no tanto por el hecho de que las presentes generaciones no la hayan votado

Pero que el Derecho no diga lo que se le quiere hacer decir no niega la excepcionalidad de la situación, se ponga como se ponga de perfil Rajoy. Quizás acierta éste en aparentar (cada vez de forma menos eficaz) que el tema afecta a cuatro locos con voluntad de huir hacia adelante en un contexto en el que algunos pescarían en el río revuelto de unas elecciones que se celebrasen más pronto que tarde; pero es solo eso, una apariencia. Parte de la justificación política (no jurídica) del referéndum se apoya en la necesidad de saber cuánta vinculación siente Catalunya por la Carta Magna, no tanto por el hecho de que las presentes generaciones no la hayan votado (también así ocurre en otros países con constituciones más longevas y a nadie se le ocurre esgrimir el argumento peregrino de haber alcanzado la mayoría de edad), sino, sobre todo, porque el descrédito de sus protagonistas, real o inventado, está alcanzando niveles dramáticos. Ni hemos tenido una tradición constitucional pacífica, ni las constituciones democráticas han sido el patrón histórico más común (algo por otra parte, comprensible), ni las soluciones constitucionales al problema territorial han sido acertadas. España, así, en singular, es una nación en eterno estado de construcción, mientras algunas de sus partes han mantenido contra viento y marea estructuras y vivencias, normas y sentimientos que permean a través de las invasiones, los aluviones migratorios, la voluntad política o el interés económico. No respetar esa voluntad de ser es el polvo que ha nutrido el lodo actual, amasado con clientelismos, corruptelas, beneficios y oligarquías de medio pelo, pero polvo al fin.

Sócrates se negó a huir de la prisión en la que esperaba su ejecución como reo del delito de corruptor de la juventud ateniense, a pesar de saber que la ley que lo condenaba era injusta

Así que la seguridad jurídica es, por supuesto, principio a respetar, pero no puede convertirse en la excusa perfecta para negar, porque lo será también para que los violentos tengan la justificación de lanzarse a la calle y para que se cuartee un territorio que, en razón de lo que la ley dice, afirman que forma parte de España.

Sócrates se negó a huir de la prisión en la que esperaba su ejecución como reo del delito de corruptor de la juventud ateniense, a pesar de saber que la ley que lo condenaba era injusta. El principio moral de cumplimiento de la ley estaba por encima incluso de la santa indignación, a su juicio. Ese iusnaturalismo conservador podrá ser criticado, pero elevó a lo más alto en la historia de la filosofía a un sujeto que solo conocemos a través de los textos de algunos de sus próximos. Tal vez sea un mito, una invención del idealismo platónico, pero lo que está claro es que no se avista ahora en política la menor sombra de un individuo con dimensión moral equiparable. Que cuanto menos la seguridad jurídica no se convierta en la excusa tras la que parapetar una negativa a buscar el espacio en el que encontrar a los distantes. Aunque el precio que paguemos sea incluir en ese espacio a quienes por su bajeza moral han estado demostrando que no lo merecen.