“Cuando se piensa sólo en el juicio de los hombres que aún no han nacido, se actúa con mucho más desembarazo”. Así se expresaba Lluís Companys poco después de la victoria electoral de febrero de 1936, recuperada ya la libertad, en una distendida charla en la residencia presidencial y en la que estaba presente el periodista andaluz Manuel Chaves Nogales. Entre sorbo y sorbo de coñac, el periodista y el presidente catalán charlaron largamente, representando el primero el papel de la oposición conservadora para contrarrestar el sentido izquierdista que imprimía el segundo a su manera de gobernar.

Companys estuvo encerrado en prisión algo más de un año y al salir no sintió la necesidad de acelerar el ritmo de la historia. Ante las urgencias planteadas por los sindicatos y, en especial, por los rabassaires, Companys se comprometió a revertir la política represiva ejercida por las autoridades de Madrid con la intención de aportar soluciones a largo plazo para la política catalana. “No me arrastra ningún anhelo de popularidad” —le decía Companys a Chaves Nogales—, pues por lo que parece entonces le preocupaba qué opinión tendría el pueblo de Cataluña dentro de cincuenta años de las políticas que aprobase su gobierno. Lo importante no era la opinión de sus amigos y correligionarios. Lo importante era el futuro sin tener en cuenta lo popular que uno podía llegar a ser. En política la impopularidad es siempre un riesgo.

Companys no fue jamás ese egoísta individualista que sus enemigos aseguran que era. Fue un hombre de verbo apasionado, eso sí. Incluso podía soliviantarse de vez en cuando si consideraba que lo que se le preguntaba era inadecuado. Y sin embargo no era el irresponsable de cuya caricatura se alimenta la derecha catalana. Companys era un hombre de acción, tanto como lo había sido su predecesor, Francesc Macià, quien también era alérgico a la fría exposición de un ideario. Muchos políticos actúan de esa forma, en carne viva, sin perderse en prolijas justificaciones verbales de su ideario. Les definen sus actos por encima de su pensamiento. Ese podría ser también el caso de Carles Puigdemont.

Durante los casi veintitrés meses que ha durado su mandato, hasta su destitución a finales de octubre, Puigdemont ha gestionado la fe en el triunfo de la mayoría independentista.

El presidente legítimo de Cataluña, a quien desean momificar en Bruselas tanto el gobierno español como algunos soberanistas a los que les resulta molesto que haya decidido presentarse como candidato en las elecciones impuestas por Mariano Rajoy, es un hombre de acción que no pierde la confianza en el triunfo. No digo que no haya cometido errores, pero comparados con los cometidos por sus predecesores, incluso por los líderes de su propio partido, el balance es positivo. ¿Qué presidente catalán ha llevado hasta cotas tan altas la reivindicación soberanista? Ninguno. Pujol era uno de esos “independentistas sentimentales” que abundaban entre los catalanistas de la generación de mi padre que mandó al traste su biografía al permitir los desmanes de sus hijos y confundir Cataluña con él mismo. Hasta 2012, Artur Mas estuvo más preocupado por los “recortes” que por la soberanía. Solo cuando se dio cuenta de que la autonomía no era el instrumento adecuado para aplicar políticas públicas de verdad y afrontar la crisis económica, escuchó la voz del pueblo que ese año se echó a la calle en masa.

Puigdemont llegó a la presidencia de la Generalitat para implementar un programa de ruptura pacífica con España si así lo decidía el pueblo de Cataluña. Su responsabilidad era esa y la obligación de los miembros de su Govern era tener listas las estructuras de Estado para cuando arrancase la independencia. Durante los casi veintitrés meses que ha durado su mandato, hasta su destitución a finales de octubre, Puigdemont ha gestionado la fe en el triunfo de la mayoría independentista y se han escrito un sinfín de proyectos sobre cómo debería ser la Cataluña Estado. La independencia se consigue con algo más que con informes y con la redacción de leyes. Eso está muy bien y no es suficiente cuando enfrente tienes unos gobernantes —aupados por la mayoría de españoles— que están dispuestos a sacrificar la democracia para preservar el status quo. ¿Cuánta tensión nos habríamos ahorrado si PP y PSOE hubieran aceptado la convocatoria legal del referéndum que se pedía desde Cataluña?

Si Puigdemont no hubiera intentado celebrar el referéndum, las masas soberanistas se lo hubiesen recriminado. Optó por actuar pensando a cincuenta años vista, superando incluso los puñales lanzados desde el campo amigo. Sus antiguos socios de gobierno le reivindican con la boca pequeña porque no saben qué hacer con él ahora que les va a aguar la fiesta de una holgada victoria electoral. En realidad quieren fosilizarle en Bruselas. Si la idea de ERC es convertir a Puigdemont en un nuevo Tarradellas, se equivocan. Ni el pueblo de Cataluña ni él lo van a consentir. A lo que no está dispuesto Puigdemont es a defraudar a los que todavía protagonizan la Revolución de las Sonrisas. En Bruselas el coñac se sirve caliente.