El independentismo estuvo dirigido por filólogos durante muchos años. Era la época en la que el independentismo no alcanzaba el 15% de los sufragios emitidos. Entonces, las discusiones eran bizantinas, puristas, muy alejadas de la realidad. La política era una recreación de las certezas que defendían los convencidos. Puro onanismo. Pero ese tiempo ya ha pasado, por suerte. Al frente del independentismo se sitúan ahora profesionales de todo tipo: economistas, abogados, historiadores, filósofos, geógrafos y, por supuesto, también filólogos. Entre eso y que el independentismo ya no es sólo patrimonio de la izquierda y la extrema izquierda, se ha pasado de aquel escaso 15% al ​​48% de las últimas elecciones. Mejor que nadie lo olvide. Sin el centro y la derecha el independentismo retrocedería hasta el pasado minoritario.

La política españolista, en cambio, ha sido siempre patrimonio de gente vinculada al Estado. La mayoría de políticos españoles son, en primer lugar, funcionarios: abogados del Estado, fiscales, jueces, registradores de la propiedad, inspectores de Hacienda, etc. En la izquierda han predominado otro tipo de funcionarios: los profesores de universidad, que a menudo quedan atrapados por el dogmatismo ideológico. Los funcionarios tienen fama de ser demasiado rígidos, y no digo que no sea verdad, pero no obstante también son muy prácticos, porque no tienen más remedio que serlo si quieren resolver los problemas que pasan por sus mesas.

Está claro que el conseller se ha ganado el sueldo, como la mayoría de políticos y académicos catalanes que han invertido esfuerzos para propagar fuera de Catalunya la lucha soberanista

Pero en la España del proceso de autodeterminación de Catalunya, los políticos españolistas se han transformado en filólogos. Interpretan la política catalana desde la certeza y el autoengaño. La misma semana que el Tribunal Constitucional ha hecho pública la sentencia sobre el primer nombre del departamento de exteriores de la Generalitat (una sentencia inútil porque el nombre del departamento ya es otro), “el cráter que ha abierto el editorial de The New York Times en la política y los medios españoles ha levantado una polvareda que no se desvanecerá hasta el primero de octubre próximo”.

Antoni M. Piqué tenía razón cuando escribió lo que acabo de transcribir al día siguiente de la publicación del editorial. Ciertamente, el editorial del diario estadounidense son 362 palabras, tres cuartos de folio, que ponen negro sobre blanco de qué va el procés y provocan que caigan tópicos y máscaras. Y, además, puede provocar un efecto dominó que dejaría en muy mal lugar la burla del gobierno español sobre el quehacer del conseller Romeva en el extranjero. Está claro que el conseller se ha ganado el sueldo, como la mayoría de políticos y académicos catalanes que han invertido esfuerzos para propagar fuera de Catalunya la lucha soberanista de los catalanes y catalanas.

El editorial dice lo que dice y no cabe darle más vueltas. Para The York Times, a España le conviene acordar la celebración del referéndum con los catalanes, al igual que también le convendría propiciar las reformas necesarias para que los catalanes votaran que no. No me sorprende lo más mínimo que desde EEUU lo vean así, como tampoco me sorprendería si el editorial hubiera aparecido en Le Monde o en Der Spiegel. La geopolítica tiene esas cosas. Desde Portugal también llegan voces que presionan para que nada cambie en la península y evitar así que Portugal pierda comba en la UE.

Lo más importante del editorial del rotativo norteamericano es que reclama a España un ejercicio de realismo democrático

Lo más importante del editorial del rotativo norteamericano es que reclama a España un ejercicio de realismo democrático. Recuerda al gobierno español —y a la oposición socialista, que tampoco supo solucionarlo cuando estuvo en el poder— que la organización territorial española es sencillamente discriminatoria. No entra en las cuestiones de fondo, digamos nacionales, porque desde Nueva York cuesta entender que con el nacionalismo pasa como con el colesterol, que hay uno bueno y otro malo. Uno que oprime y otro que libera. Tanto da, porque lo que cuenta es que el aval del editorial al referéndum es la mejor protección contra la tentación autoritaria de los políticos unionistas. La represión españolista contra el independentismo catalán no será ahora tan fácil. Por lo menos no será invisible.

Pedro Sánchez —e Iceta, que sólo reacciona cuando algo se mueve en Madrid— es quien más tendrá que pensar sobre lo que han escrito los editorialistas norteamericanos para no quedar asimilado al nacionalismo casposo, por ejemplo, de Miguel Ángel Rodríguez, un destacado extremista, que escribe tuits incendiarios contra los periodistas estadounidenses. El no es no a Rajoy de Sánchez no puede convertirse en un sí es sí a la estrategia conservadora para hundir España, por seguir con el argumento del Times. Si el PSOE quiere ser creíble, por lo menos deberá hacer como Podemos y Catalunya en Comú y reclamar un referéndum acordado. Oponerse a él es reaccionario.

Es fácil deducir que si la recomendación para que se permita el referéndum va dirigida a España, eso quiere decir que no ponen ninguna pega a la fecha y a la pregunta

El otro beneficio del editorial de The New York Times es, precisamente, ese. Poner fecha de caducidad a una posible negociación, porque implícitamente acepta la fecha y la pregunta planteada por el Govern Puigdemont para dilucidar cuál debe ser el futuro de Catalunya. No pretendo sobreinterpretar el editorial, pero es fácil deducir de lo escrito que si la recomendación para que se permita el referéndum va dirigida a España, eso quiere decir que no ponen ninguna pega a la fecha y a la pregunta.

En fin, el unionismo catalán haría bien de presionar a los políticos españoles para que se sienten a negociar con el Govern catalán. Estoy convencido de que si lo consiguiesen el Times les dedicaría un editorial elogioso. Al fin y al cabo los editorialistas yanquis defienden, como los independentistas catalanes, que impere la razón democrática superando la inflamación patriotera española, aquella que recuerda a quienes han escrito el editorial que los EEUU sólo pueden exhibir 241 años de independencia, algo menos de los años transcurridos desde que Catalunya cayó bajo la órbita de la España borbónica, centralista e intransigente.