La industria europea está en descomposición. Es una evidencia para cualquier ciudadano europeo que salga a la calle de vez en cuando: no es posible alcanzar un 25% de destrucción de puestos de trabajo industrial en España entre el año 2000 y el año 2025 sin que todos nosotros conozcamos a alguien que ha perdido el empleo, algún negocio que ha cerrado permanentemente o un compañero o compañera que pasa por una situación profesional problemática en el sector industrial. Este dato debería preocuparnos enormemente, por varias razones. La primera, evidentemente, por su dimensión: estamos diciendo que se destruye una media del 1% de puestos de trabajo industriales cada año, lo cual se extrapola a quedarnos sin industria en el año 2100. La segunda, porque esta destrucción se produce de forma bastante lineal en un cuarto de siglo: si bien hay algunos picos de destrucción industrial concretos, como el año 2022 con la crisis energética derivada de la invasión de Ucrania o, en menor medida, la pandemia de la Covid en 2020, es matemáticamente incorrecto atribuir todos los problemas a esos shocks. La tendencia de grave desindustrialización es subyacente, anterior a estos hechos, y hay que buscar su origen en la falta de competitividad del continente, muy relacionada con los excesos regulatorios. También debe preocuparnos que esta oleada sostenida de destrucción de puestos de trabajo industrial venga después de la práctica desaparición de sectores enteros, como el de la industria textil, en crisis en los años setenta y ochenta. 

Todo esto es lo que señalaba Mario Draghi en su informe. Obviedades que, sin embargo, fueron recibidas por la Comisión Europea con un efusivo agradecimiento, como si hubiera revelado la receta secreta de la Coca-Cola. Un año después, no se ha alcanzado ni un 10% de la ejecución de las medidas que Draghi reclamaba - un año en el cual previsiblemente perderemos un 1% más de los puestos de trabajo industriales, pero no parece que esta presión tenga como resultado ninguna prisa de los eurócratas por cambiar el rumbo. De hecho, todo lo contrario: inexplicablemente vemos cómo se están acentuando los problemas que señalaba el informe, el tiempo perdido y la inversión improductiva de las empresas en adaptaciones regulatorias totalmente innecesarias.

La semana pasada vivimos la enésima situación de estas características, que esta vez tiene que ver con la llamada EUDR: European Union Deforestation Regulation, o regulación europea contra la deforestación. Bajo estas siglas se escondía un proyecto de directiva de obligado cumplimiento para todas las empresas europeas de las cadenas de valor de la madera (y, por tanto, los muebles, el papel y cartón...), el cacao, la soja, el café y el aceite de palma, entre otros, que planteaba lo siguiente: el cultivo original del producto deberá quedar registrado con sus coordenadas GPS, que se introducirán en una aplicación web de la UE llamada “Traces”, junto con una docena de ficheros PDF adjuntos – declaraciones responsables de todo tipo, permisos y papeleo diverso. Todo ello generará un código de validación, que constará en el albarán de entrega del tronco de árbol, o del grano de café, hasta el siguiente operador: el fabricante de tableros de madera, de celulosa, de café molido o de lo que sea. Este fabricante deberá introducir todos los códigos de validación de sus proveedores en el sistema “Traces” y vincularlos a sus lotes de producto fabricado, acción que, en caso de encajar, le dará acceso a un nuevo código de validación que pasará al siguiente actor de la cadena de valor: el fabricante de cápsulas de café, o de papel, o de lo que sea. Si en todo este viacrucis hay un número erróneo, o una cantidad que no acaba de encajar, se detiene todo: no se puede proceder con esa actividad, y el lote queda apartado hasta que los tickets de soporte técnico enviados a Bruselas intenten arrojar luz sobre la incidencia. Como es evidente, la Comisión Europea no es nadie para decir a terceros países como Marruecos o Turquía lo que deben exigir en sus importaciones, de manera que todo ello previsiblemente sería inefectivo para acabar con cualquier tipo de abuso en el Amazonas. Abusos que, por otra parte, hoy en día ya no eran atribuibles a la omisión de los europeos, en la medida en que disponemos de instrumentos como las certificaciones FSC y PEFC, ampliamente extendidas en nuestro país por responsabilidad corporativa. Si lo que se consideraba problemático era la falta de obligatoriedad de estas garantías, quizás era más sencillo hacer una norma estableciendo que cada empresa europea debía elegir obligatoriamente una, la que quisiera, en lugar de diseñar una nueva y más enrevesada que todas las anteriores.

Un año después, no se ha alcanzado ni un 10% de la ejecución de las medidas que Draghi reclamaba

Esta norma debía entrar en vigor el 1 de enero de 2025. En octubre de 2024, las empresas afectadas se encontraban en una situación curiosa: no disponían de acceso a la versión en pruebas de la aplicación web porque la solicitud de acceso consistía en enviar un e-mail a una tal Katherina: la misma persona para todos los fabricantes de madera, papel, café, productos de cacao y soja de toda la UE. Evidentemente, la bandeja de entrada de esta señora quedó sepultada, y la norma se retrasó un año. Este año las cosas parecían más maduras a nivel informático, pero por el medio ha aparecido un viento en contra: los aranceles de Trump no crean un contexto propicio para añadir fricciones al comercio internacional. Así que, de nuevo, a dos meses de la entrada en vigor obligatoria y mientras los operadores afinaban los últimos detalles técnicos, como el nombre de los campos en su sistema SAP, ha llegado la noticia de un año más de prórroga. Las malas lenguas dicen que caerá definitivamente. Pero no se atreven a decirlo, como no se atreven a decir que el problema es que Europa no es competitiva y todo este circo le hace perder aún más competitividad. La excusa oficial es que “el sistema informático quizá no aguantaría todos los documentos que las empresas colgarán”, dado que en el período de pruebas “han observado que son muchos más de los previstos”. Han tocado hueso: desconocen la realidad industrial. Un desconocimiento que, en esta ocasión, habrá costado 1.500 millones de adaptaciones tecnológicas e integración de plataformas informáticas que irán a la basura, según algunas estimaciones.

Este es el contexto en el cual debe valorarse el progreso en la implementación de las recomendaciones del informe Draghi.