Hay un momento en el que dejas de esperar una respuesta. No porque no la quieras, sino porque te has acostumbrado al silencio. Buscas trabajo, envías currículums, actualizas perfiles, te esfuerzas en condensar toda una trayectoria en un formulario frío e impersonal. Pero lo que vuelve no es un no, ni siquiera un simple “gracias”. Es un vacío. Un hermetismo que te va llenando por dentro hasta que ya no sabes si todavía eres alguien.

Cada día, una y otra vez, escenificas el mismo ritual: te sientas delante del ordenador, revisas la lista de vacantes y remites tu historial profesional con la voluntad firme de volver a empezar. Porque sólo esto es lo que te mantiene constante, la necesidad imperiosa de volver a ser alguien, de volver a contar, de volver a existir.

Pero los días se suceden, sin luz, sin color. Y cada clic, cada envío, acaba siendo la misma conversación muda con un muro que no responde. Te ofreces con todo lo que tienes, con el peso de años de experiencia, esfuerzo, compromiso, y la sola respuesta que recibes es el silencio. Un silencio que pesa, que golpea, que te borra.

Cada clic, cada envío, acaba siendo la misma conversación muda con un muro que no responde

Al principio te inventabas excusas. Te decías a ti misma que era normal, que había mucha competencia y que debías tener paciencia. Todo llega, te repetías. Pero el tiempo seguía avanzando, cruelmente, y esas mismas palabras dejaban de consolar. Porque no era solo no encontrar trabajo. Era el angustioso sentimiento de sentirse invisible, de darse cuenta de que, a ojos del sistema, ya no estabas.

Los procesos de selección que antes imaginabas como un espacio de encuentro hoy se han convertido en rituales fríos, automáticos, sin empatía. No hay llamadas. No existen conversaciones. No hay ni siquiera un mensaje que te reconozca la existencia. Eres un simple dato, una entrada en algún software que filtra, selecciona y borra. No importas. Ya no cuenta lo que has hecho o lo que puedes aportar. Únicamente importan unas palabras clave, coincidencias rápidas, encajes mecánicos

Los procesos de selección se han convertido en rituales fríos, automáticos, sin empatía. Eres un simple dato, una entrada en algún software que filtra, selecciona y borra

Y en cada candidatura que se pierde en la nada, en cada brizna de esperanza que se desvanece sin retorno, el precipicio se hace más y más profundo y amargo. Y llega ese día en que, sin saber siquiera cómo, pasas de esperar a desconfiar. Y más adelante, de desconfiar a dudar. Y de dudar, a creer que quizás ya no encajas en ninguna parte, que ya no sirves, que ya no vales tanto.

La mirada se va amortiguando. Te sientes engullida por una voz que te dice que esta vez es el final, que ya no lo conseguirás. Y no porque no tengas talento, porque no te esfuerces. Si no, porque ya no eres visible. Ya no existes en los códigos de un mercado que impone juventud infinita y talento a mitad de precio.

Hay días en que el miedo te paraliza. El miedo a que el tiempo pase y nada cambie. El miedo a no volver a recibir nunca aquella llamada que te recuerde que todavía eres necesario. El miedo a dejar de existir a base de no ser reconocido.

Ya no existes en los códigos de un mercado que impone juventud infinita y talento a mitad de precio

Y después está la vergüenza. Una vergüenza sorda, que no grita, pero que lo invade todo. Vergüenza de decir en voz alta que no tienes trabajo. Vergüenza en responder a los mensajes que preguntan “¿cómo va todo?”. Vergüenza en actualizar tu perfil profesional y en mostrar que ahora estás buscando. Porque sí, aunque sabes que no deberías oírla, la vergüenza está ahí, hiriente, despiadada. Y te escondes. Inventas frases neutras, disfrazas la realidad con palabras amables. Porque no es solo que tengas miedo a lo que dirán o pensarán. Te rompe reconocer que lo que un día fuiste hoy ya no pesa. Que tu talento parece haberse desvanecido.

Te vuelves una sombra. Miras LinkedIn y te duele. Te pincha por dentro cuando lees noticias de proyectos que no son los tuyos, cuando otros avanzan mientras tú ya no eres nada. Miras a tu alrededor buscando algún resquicio de luz, algo donde agarrarte. Pero todo lo que encuentras es un abismo profundo vestido de aparente normalidad. Porque nadie habla de la angustia de no tener trabajo. Nadie explica la desolación muda de quien busca, intenta, persiste y obtiene como único regreso la indiferencia.

Nadie habla de la angustia de no tener trabajo. Nadie explica la desolación muda de quien busca, intenta, persiste y obtiene como único regreso la indiferencia

La sociedad ha convertido la búsqueda de empleo en una carrera de obstáculos anónimos. Te enseñan a venderte, a engordar la red de contactos, a reformularte constantemente. Pero nadie habla de lo que ocurre cuando, sin embargo, el teléfono no suena. Cuando, a pesar de todo, ningún correo electrónico te arranca una sonrisa. Cuando, a pesar de todo, solo tienes silencio. Y es en esta mudez donde empieza la verdadera lucha. No contra los demás ni contra el mercado, sino contra ti misma. Contra ese otro yo que te dice que quizás ya no eres necesaria, que quizás tu tiempo ya ha pasado.

Pero no es verdad y en el fondo lo sabes. El valor no desaparece porque el mundo no lo vea. El talento no se extingue porque nadie lo haya recogido a tiempo. Lo que desaparece es la empatía, la capacidad de reconocer que detrás de cada candidatura hay una historia, una vida, un anhelo.

Detrás de cada currículum no hay solo un nombre. Hay alguien que, a pesar del silencio, todavía pugna por no desaparecer

Buscar trabajo no debería ser una guerra silente contra el vacío. No debería ser una travesía por un precipicio sin red. Buscar trabajo debería una ventana de oportunidades, una mañana que despierta reluciente y no termina nunca.

Porque detrás de cada currículum, detrás de cada historia, no hay solo un nombre. Hay una mirada al vacío que espera ser rescatada. Hay alguien que, a pesar de todo, pese al silencio, todavía pugna por no desaparecer.