¿Presencia o resultados? El futuro del trabajo se decide ahora

- Rat Gasol
- Olèrdola. Martes, 3 de junio de 2025. 05:35
- Actualizado: Martes, 3 de junio de 2025. 07:50
- Tiempo de lectura: 4 minutos
Hay pocas cosas tan descorazonadoras como saber que se te está pagando para permanecer sentado en una silla. No para pensar, no para resolver problemas, no para contribuir al propósito de la organización, sino para marcar una entrada y una salida en un sistema de control horario. Como si el tiempo fuera, por sí solo, una garantía de rendimiento. Como si la presencia fuera sinónimo de productividad.
Pero todos lo sabemos: se puede perder un día entero en la oficina sin hacer prácticamente nada. Se puede “disimular”. Aparentar que se trabaja. Y esto, que ha sido uno de los grandes males endémicos de la cultura laboral de muchas empresas, todavía pervive bajo el pretexto del control. El fichaje obligatorio, implementado como medida de regulación laboral, se ha acabado convirtiendo en muchos casos en una forma de desconfianza institucionalizada. Es la presunción de culpabilidad trasladada al ámbito laboral: si no te controlo, no trabajarás.
Todos lo sabemos: se puede perder un día entero en la oficina sin hacer prácticamente nada
El debate entre el trabajo por objetivos y el trabajo con horario no es nuevo, pero adquiere nuevos matices en un momento en que cada vez más personas reclaman autonomía, sentido y equilibrio en sus vidas. El horario fijo, inflexible, no tan solo encorseta el pensamiento, sino que a menudo ignora la diversidad de ritmos, contextos y capacidades que existen dentro de un mismo equipo. ¿Por qué debería rendir igual alguien a las ocho de la mañana que a las cinco de la tarde? ¿Por qué debería ser más valioso quien alarga artificialmente la jornada para quedar bien, que quien concentra el trabajo en menos horas pero con más eficiencia?
Según datos de la OCDE, España es uno de los países europeos con el número más elevado de horas trabajadas por persona, pero con una de las productividades más bajas. Un indicador inequívoco que el tiempo no es, ni mucho menos, sinónimo de valor generado. Y, sin embargo, muchas organizaciones siguen premiando la permanencia física por encima de los resultados. Tengo claro que esta paradoja únicamente se puede explicar desde el miedo: miedo a perder el control, miedo al cambio, miedo a reconocer que otra manera de trabajar es, no solo posible sino necesaria.
El tiempo no es, ni mucho menos, sinónimo de valor generado. Y, sin embargo, muchas organizaciones siguen premiando la permanencia física por encima de los resultados
El trabajo por objetivos —cuando está bien definido, bien comunicado y alineado con las capacidades de cada persona— permite recuperar el sentido del esfuerzo y dignifica el trabajo. En ningún caso hablamos de abandonar toda estructura, sino de sustituir el control horario por una cultura de confianza y responsabilidad compartida. Trabajar por objetivos no es, sino poner el foco en lo que verdaderamente importa: el valor, el impacto, la calidad. Dicho en pocas palabras, dejar de contar minutos para empezar a contar contribuciones.
Es evidente que no todas las ocupaciones pueden adaptarse a este modelo. Determinados oficios —desde la sanidad hasta el transporte público— precisan una presencia concreta en unas horas determinadas. Pero el hecho de que no todo el mundo pueda optar al trabajo por objetivos no debería ser la excusa para mantener formas obsoletas de gestión allí donde sí que se pueden transformar. Cuando decimos que “no es para todo el mundo” deberíamos añadir “pero allí donde lo es, hay que defenderlo”.
Otra crítica habitual al trabajo por objetivos es que puede favorecer el resultadismo, una forma de presión que convierte a los trabajadores en pequeños autónomos atrapados por la meta. Pero es importante constatar que eso tan solo ocurre cuando estos objetivos no son ni realistas, ni consensuados, ni ligados a un contexto de apoyo y reconocimiento.
España es uno de los países europeos con el número más elevado de horas trabajadas por persona, pero con una de las productividades más bajas
El problema, por lo tanto, no es el modelo, sino cómo se aplica. Como en tantas otras cosas, el trabajo por objetivos requiere una madurez cultural que no todas las empresas tienen. Requiere líderes que confíen, que escuchen, que deleguen, que valoren. Y requiere trabajadores que entiendan la autonomía no como una carta blanca, sino como un pacto de responsabilidad mutua. No se trata de hacer menos, sino de hacer mejor. No de trabajar menos horas, sino de trabajar con más sentido.
Con todo, en vez de fomentar esta cultura, muchas organizaciones mantienen la apuesta por los sistemas de control que asfixian la creatividad e infantilizan el talento. El fichaje horario es el símbolo más grotesco. Es el equivalente laboral a poner una cámara en el comedor familiar para comprobar si todo el mundo se ha acabado el plato. Una medida que, bajo el pretexto de salvaguardar derechos laborales, en realidad consolida el paradigma de la desconfianza. Y no hay innovación, ni compromiso, ni lealtad que pueda crecer en un ambiente de permanente sospecha.
El trabajo por objetivos requiere líderes que confíen, que escuchen, que deleguen, que valoren. Y requiere trabajadores que entiendan la autonomía como un pacto de responsabilidad mutua
Lo más grave de todo esto es que esta cultura del control tiene doble efecto negativo: por una parte, empobrece la calidad del trabajo, y de la otra, deteriora la salud mental. Obliga a mantenerse conectado, a estar disponible más allá del horario, a demostrar constantemente que se está “activo”, aunque no haya nada que aportar en aquel momento concreto. El contrasentido es que, en demasiadas organizaciones, se pide trabajar por objetivos cuando, a su vez, se sigue exigiendo presencia constante. Como si solo fuéramos dignos de confianza cuando estamos visibles, cuando estamos sometidos a la obediencia horaria. Este es el gran absurdo: pedir rendimiento y, al mismo tiempo, premiar la permanencia.
El verdadero reto es atreverse a cambiar las reglas del juego. Diseñar entornos donde las personas no tengan que escoger entre tener un trabajo o tener una vida. Donde lo que cuente no sea la bolsa de horas, sino la calidad de lo que se hace. Donde el reconocimiento llegue no por haberse quedado hasta tarde, sino por haber conseguido resultados con inteligencia, colaboración y eficacia.
Este cambio de paradigma, tan urgente como incómodo, implica dejar atrás la nostalgia de la fábrica y adoptar la complejidad del conocimiento. Significa reconocer que el talento no florece bajo el reloj, sino bajo la confianza. Y, sobre todo, supone tener el coraje de redefinir el concepto “trabajar bien”.
Hemos construido una cultura que confunde control con liderazgo, presencia con productividad
Quizás hay quien seguirá pensando que el fichaje es necesario, que sin horarios el caos se impondría. Pero yo me pregunto: ¿de verdad pensamos que la gente es tan irresponsable? ¿Tan poco comprometida? Si es así, la encrucijada no es el horario, sino la cultura que entre todos, y durante décadas y décadas, hemos construido. Una cultura que confunde control con liderazgo, presencia con productividad. Una cultura que perpetúa la idea que el valor de una persona se mide con una tarjeta de fichaje.
Sin duda, urge una revolución serena pero decidida. Una apuesta valiente por una nueva manera de trabajar, más honesta, más adulta, más humana. Porque, al fin y al cabo, trabajar por objetivos no es solo una metodología. Es una declaración de principios. Es decir: “Te respeto. Confío en ti. Sé que puedes hacerlo bien”. Y eso, hoy, es más revolucionario que nunca.