La política industrial vuelve a la palestra del análisis económico y de la ocupación de muchos economistas. Lo hace desde la imprecisión de los dos términos y con el peligro de que acabe justificando nuevas formas de intervencionismo. Así, se esconde en el reclamo de una nueva política industrial, el término industrial (ambiguo este por su ámbito). Industria, en principio, lo pede alcanzar todo: industria alimentaria, industria turística, del ocio… y no solo manufactura. Todo bajo el concepto industrial para identificar quien repone, invierte, tiene un concepto amplio de capital, también del humano, de la formación de sus profesionales, contra la idea cortoplacista de la economía de las transacciones en las que el oportunismo cuenta más que la reputación, y los traspasos más que la continuidad del negocio. Y su adjetivación (política), ¿qué podemos decir? ¿Quién y cómo? ¿Desde los Ministerios? ¿De instituciones independientes con distinta rendición de cuentas?

La política industrial resurge tras las crisis, financiera primero y pandémica después. Y se observa que cuanto menos globalización, más mirada introspectiva aparece en los países. ¿Qué es ahora clave, el autoabastecimiento? ¿Lo es ralentizar los mercados de capitales mundiales para evitar dependencias? ¿Qué es un sector estratégico para un país? ¿La energía? ¿Las comunicaciones?

Los objetivos de una política industrial devienen así demasiado dependientes de la perspectiva del comercio mundial y de la estabilidad geopolítica, cambiante (léase arma arancelaria), y su robustez queda, pues, condicionada peligrosamente a dichos extremos.

Confrontando la realidad, remarquemos la conveniencia de separar lo eludible de lo ineludible en la toma de decisiones para fundamentar una nueva política industrial: sin big bang a corto plazo, los instrumentos han de afectar cambios en ritmos y tasas de variación de tendencias (primeras y segundas derivadas), construidas a partir de lo que se tiene, con lo que se cuenta, contabilizando un gran DAFO de debilidades superables y oportunidades aprovechables. Sin olvidar que, en general, en estas políticas suelen sobrar las acciones Rs y faltar las Ts (reformar, reconstruir, vs. transformar, transitar).

La política industrial resurge tras las crisis, financiera primero y pandémica después. Y se observa que cuanto menos globalización, más mirada introspectiva aparece en los países

Los cambios propuestos en todo caso requieren coherencia y estabilidad: su mejor garante hoy puede que sean ciertas instituciones de la sociedad civil que protejan los objetivos por encima del ciclo electoral. Pactos (para la industria, para la formación profesional, pacto energético) desde un sentido macroprudencial: hacer o explicar por qué no se sigue la recomendación pactada.

En el DAFO inicial para Catalunya, son vectores verticales (no a inventar, sino que existan con suficiente grado de solidez, ya que se necesitarán palancas) sectores como el agroalimentario, turismo, biofarma, salud, ciencias de la vida, Fotónica, cuántica, xip europeo, química y azul… bajo el reclamo de añadir valor desde una mayor productividad.

Serían vectores horizontales (que sin política contienen fallo de mercado) las infraestructuras de todo tipo, la energía, la movilidad logística o el capital social. Son transversales el resto; una especie de condición necesaria no suficiente. Ello incluiría, por ejemplo, atender a externalidades negativas por residuos, congestión, la falta de inclusión de bienes comunales, sectores incipientes con ventaja comparativa soslayada, y de la seguridad, asistencia como bienes públicos indivisibles.

Y para todo ello, lo acontecido con los Perte genera ayudas mayúsculas...  en ausencia de pactos (exitosos en el caso de Corea del Sur) o a través de imposiciones (sin pacto, como en el caso de China). Objetivos e instrumentos requieren una decidida financiación de lo incipiente (start ups) y una fiscalidad generosa (política de amortizaciones anticipadas, sand box, compra de gastos fiscales -como en la producción cinematográfica, entre otros). Todos ellos han de ser fuertemente discriminatorios (pese a los problemas de gestión política de los apoyos que ello pueda acarrear), a veces en detrimento del propio status quo.

En definitiva, a veces cuando oigo hablar de política industrial (así en el Forbes Summit para Catalunya en el que me tocó intervenir), me recuerda aquello de por qué le llamamos amor si queremos decir sexo, con el peligro de que tras el primer reclamo acabemos introduciendo más intervencionismo arbitrario, político y adherido al modelo económico dominante.