El encuentro entre Donald Trump y Vladimir Putin en la base militar Elmendorf-Richardson en Alaska se presentó como una cumbre sin resultados; ya que no hubo cese al fuego en Ucrania, ni acuerdo nuclear, ni conferencia conjunta. Pero leer este episodio como un fracaso diplomático es no entender de qué se trató. Lo que pasó en Alaska fue una escena. Y como toda representación montada, su verdadero significado no está en el guion visible, sino en los pliegues que lo sostienen.

Trump no es un improvisado ni un desequilibrado. Es un hombre de negocios y su estilo puede parecer errático, pero es parte de un personaje que pulió durante décadas. Como en el ajedrez, su fortaleza está en la ambigüedad: cuando nadie sabe cuál será su próxima jugada, todos miran con atención. Eso es poder. Y en política internacional, quien controla el ritmo de las miradas, controla el ritmo de los hechos.

Muchos analistas repitieron el mismo libreto: “Putin fue rehabilitado”, “Trump no logró nada”, “no hubo avances”. Pero el análisis es superficial porque parte de una expectativa infantil: que las reuniones producen resultados inmediatos, que la diplomacia funciona como en las películas, que los líderes se sientan, discuten y resuelven. No es así, tampoco fue así en los grandes momentos de la historia. Nixon no viajó a China para firmar nada en el acto. Antes de su encuentro con Mao, Henry Kissinger viajó en secreto varias veces, y antes de Kissinger hubo emisarios. La escena final fue apenas el broche de un proceso largo. Y aquí también estamos ante una coreografía que forma parte de algo mayor.

Trump puso el cuerpo, literalmente, para enviar un mensaje: “Yo puedo sentarme con quien quiera, cuando quiera y como quiera”. No consultó con la OTAN, ni pidió permiso a Europa y tampoco esperó a Zelenski. Recibió a Putin como a un igual, con aviones sobrevolando, alfombra roja y saludo de “vecino”. Este fue un gesto dirigido a múltiples públicos, cada uno con su propio mensaje.

En política internacional, quien controla el ritmo de las miradas, controla el ritmo de los hechos

El primer destinatario fue Europa. Para Trump, Europa no existe como actor político. Es un conjunto de estados pensionistas preocupados por sus vacaciones, sus subsidios agrícolas y su neutralidad moral. Al recibir a Putin en Alaska sin consultar con Bruselas, Trump dijo en voz alta lo que piensa: “Ustedes no deciden nada”. Y al hacerlo, dejó a Europa ante dos opciones: seguir protestando con comunicados indignados o alinearse y pagar. Porque ese es el verdadero objetivo de Trump con Europa: que pague. Que financie más su propia defensa. Que no se confíe en que Estados Unidos va a cubrir sus espaldas gratuitamente. La reunión con Putin fue, en este sentido, una herramienta de presión sobre los europeos. Y Europa, como en otras ocasiones, calló. Estaba de vacaciones.

El segundo destinatario fue China. Aunque la prensa se concentró en Putin, el verdadero adversario de Trump no es Moscú, sino Pekín. China tiene la escala, la tecnología, la ambición y la capacidad de desafiar el orden global. Pero también tiene fisuras, y en los días previos a la reunión, desaparecieron dos altos funcionarios del Ministerio de Relaciones Exteriores chino. Las purgas internas muestran que el régimen se está reacomodando, posiblemente con miedo. Al reunirse con Putin, Trump insinuó que está dispuesto a pactar con cualquiera que se siente a la mesa. Es una advertencia a Xi Jinping: “Yo tengo opciones, vos también, pero el reloj corre”. La gran reunión que Trump quiere no es con Putin, sino con Xi. Y esta escena en Alaska es apenas el tráiler.

El tercer mensaje fue interno, para su propio electorado y para el sistema político de Washington. Trump se posicionó como el único capaz de sentarse con enemigos y hacerlo desde una posición de poder. Demostró que puede improvisar una cumbre sin depender del Departamento de Estado, sin guion y sin burocracia. Es una forma de decirle al electorado que, desde el poder, no necesita limpiar la casa: cambia la casa entera.

¿Qué obtiene Putin de todo esto? La respuesta no es tan obvia. Sí, se mostró como interlocutor de un líder americano. También evitó hablar del fin de la guerra en Ucrania. Pero también quedó en evidencia que hoy Rusia no tiene más que ofrecer que su capacidad destructiva. No tiene tecnología propia, ni inteligencia artificial, carece de industria avanzada y su economía depende de la venta de materias primas a China y la compra de chips de segunda categoría. En el fondo, la reunión también fue un recordatorio para Moscú de su fragilidad.

La inteligencia artificial es el nuevo poder atómico: es el arma del siglo XXI y quien la controla, controla el futuro

Trump no necesita amenazar a Putin para presionarlo. Le basta con hacerle sentir que puede dejarlo solo, que puede hablar con China, que puede congelar la guerra en Ucrania y seguir adelante. Putin entiende ese lenguaje. Sabe que no controla los dados. Que si quiere negociar con dignidad, este es el momento. Porque si espera demasiado, el juego se terminará sin él.

Y hay más. En el trasfondo de todo esto hay una dimensión económica silenciosa, pero decisiva: la inteligencia artificial. Rusia no la tiene, Europa tampoco. China la quiere, pero tropieza. Solo Estados Unidos tiene dominio real de los modelos más avanzados, los chips más potentes y la infraestructura de entrenamiento. Trump lo sabe, y aunque no se haya mencionado públicamente, ese es el nuevo poder atómico. La inteligencia artificial es el arma del siglo XXI. Y quien la controla, controla el futuro.

Por eso esta cumbre fue importante, por lo que se insinuó. Fue una distracción, pero también una amenaza. Un mensaje a todos los actores globales: el mundo sigue girando y solo quien actúe entenderá la nueva coreografía.

Muchos analistas observaron los gestos: el apretón de manos, la caminata conjunta, el desfile de aviones. Pero no vieron los pliegues. Porque estaban mirando el telón sin prestar atención a lo que ocurría detrás.

Las cosas como son.