¿Necesitamos de verdad comprar pepinos en festivo?

- Rat Gasol
- Barcelona. Martes, 8 de julio de 2025. 05:30
- Tiempo de lectura: 4 minutos
Hay un momento, a media tarde de San Juan, en que el sol cae con desgana sobre las persianas medio bajadas, y las calles, aún adormecidas tras una verbena veraniega, se convierten en escenario de una calma extraña, casi inédita. Y es entonces cuando alguien, empujado por la obsesión de una nevera vacía o no muy llena, o por la simple comodidad de tenerlo todo siempre a mano, cruza la puerta de un supermercado abierto. Abierto, sí. En pleno San Juan. En un día que, en todo el ámbito de los Países Catalanes, sigue siendo una gran fiesta, vinculada a las hogueras, a los reencuentros y a una tradición que atraviesa siglos y fronteras. Pero la caja registradora no entiende de tradiciones. Tic-tac. Como si nada. Como si no fuese festivo. Como si todo tuviese que funcionar las veinticuatro horas.
¿En qué momento empezamos a creernos que necesitamos comprarlo todo sea la hora que sea? ¿Cuándo asumimos, sin inmutarnos, que hay que trabajar un día marcado en el calendario como festivo para que alguien, quien sea, pueda salir a comprar una botella de champú o un saco de arena para los gatos?
Curiosamente, sin embargo, ese alguien ya no es una excepción. En muchos de estos establecimientos, las colas se alargan con la paciencia absurda de quienes esperan para comprar exactamente lo mismo que podían haber encontrado ayer, y anteayer, y también el anterior. Productos básicos, repetidos, prescindibles. Leche, fruta, papel higiénico, detergentes. Nada que no pueda esperar veinticuatro horas. Y, aun así, ahí estamos, con el carrito en la mano, como si ese acto banal y mecánico fuese una urgencia vital e inaplazable.
¿En qué momento empezamos a creernos que necesitamos comprarlo todo sea la hora que sea?
¿Estamos enfermos de consumismo? Tal vez sí. O quizás, peor aún, estamos atrapados en una inercia que ya ni siquiera cuestionamos. Un hábito disfrazado de libertad, una comodidad que arrastra consecuencias laborales, sociales y culturales de gran calado. Porque detrás de cada establecimiento abierto en domingo o en festivo, hay trabajadores que han dejado de tener fiesta, familias que han dejado de compartir almuerzos, días señalados que han dejado de celebrarse. Y lo más triste de todo es que lo justificamos en nombre de la libertad de elección. Pero, ¿elegir qué, exactamente? ¿Elegir comprar en lugar de descansar? ¿Elegir abrir en lugar de vivir?
Nos gusta pensar que somos una sociedad moderna, flexible, eficiente. Pero tal vez solo somos una sociedad fatigada, desarraigada e hipócrita. Nos llenamos la boca con la conciliación, con la salud mental, con las tradiciones, y después toleramos que los domingos se conviertan en jornadas laborales encubiertas. Que los festivos se transformen en días de consumo compulsivo. Que las ciudades nunca callen.
Hay países que han dicho basta. Que han blindado el descanso dominical como un derecho colectivo. Polonia estableció en 2018 la prohibición de abrir comercios en domingo, con solo siete excepciones anuales. Croacia limita la apertura a dieciséis domingos al año. Alemania mantiene el cierre dominical por ley federal, y sus tribunales han defendido ese descanso como un valor constitucional. Suiza, Austria, Bélgica o Noruega aplican restricciones similares. No se trata de volver atrás, sino de reconocer que el progreso no consiste solo en producir más, sino en saber detenerse.
Detrás de cada establecimiento abierto en domingo o en festivo, hay trabajadores que han dejado de tener fiesta, familias que han dejado de compartir almuerzos
Cataluña, en cambio, vacila. Hace equilibrios incómodos entre los intereses comerciales y la defensa de un tejido social frágil. Y, mientras tanto, el pequeño comercio se desinfla, incapaz de competir con las grandes superficies que pueden abrir siete días a la semana. Un pulso desigual, disfrazado de libertad de mercado.
Nos lo venden con el argumento de que “la apertura en días festivos es una medida pensada para las zonas turísticas, que hay que incentivar el gasto de quienes nos visitan”... Pero no nos engañemos. Al final, también somos nosotros los que hacemos la cola para comprar el pan de molde o los berberechos para el vermut del mediodía. Porque, evidentemente, el sábado no tuvimos tiempo de hacerlo. O sí. Pero, ¿para qué hacerlo si siempre lo encontraremos abierto?
Sin duda siempre hay excepciones. Servicios esenciales, urgencias concretas, situaciones singulares. Pero no hablamos de eso. Hablamos de un modelo que se ha convertido en norma, de un engranaje que nunca se detiene, de una sociedad que vive con la angustia de no llegar a tiempo ni siquiera al supermercado. Nos hemos acostumbrado tanto a tenerlo todo al instante, que cualquier espera se nos hace insoportable. Pero esa inmediatez tiene un coste. Un coste que no pagamos nosotros sino quienes trabajan cuando el resto descansa. Las familias que ya no comparten los domingos. El país que pierde el sentido de sus propios calendarios.
Solo hay que hacernos una pregunta, muy sencilla: ¿cuántos de nosotros no estamos suscritos a Amazon Prime? Compramos hoy y lo recibimos mañana, sea cual sea el día. Y tengo que confesar que yo compro mucho en Amazon, muchísimo. Lo hago por la rapidez, por la comodidad. Pero ese “compra en 1-clic” que nos seduce con la promesa de una vida más fácil, no es otra cosa que el síntoma de un mal profundo: la tiranía de la inmediatez. Nos han hecho creer que esperar es perder el tiempo. Que toda necesidad, por pequeña que sea, debe resolverse de forma fulminante. Y, así, nos hemos convertido en adictos a la urgencia. Vivimos atrapados en una cultura que confunde el deseo con la necesidad, la comodidad con el derecho, la disponibilidad con el progreso. No solo lo queremos todo, sino que lo queremos ahora. Y, si puede ser, antes incluso.
¿Qué país queremos ser? ¿Uno vivo, con plazas llenas, almuerzos en familia y festivos compartidos? ¿O uno rendido al consumo, sin pausa, sin límites?
¿El resultado? Una sociedad ansiosa, impaciente, incapaz de postergar nada. Un mundo que gira más deprisa de lo que puede digerir. Una economía del clic que exige disponibilidad permanente y que, en nombre de esa falsa libertad de consumirlo todo en cualquier instante, destruye el valor del tiempo, del descanso y de la mesura.
Y, quizás, al fin y al cabo, la cuestión no es solo si necesitamos comprar pepinos en domingo, sino qué país estamos configurando cuando todo está siempre abierto. Cuando el calendario deja de tener sentido, cuando el descanso se convierte en un privilegio y el silencio, en una molestia. Cuando, para satisfacer los deseos del turista que nos visita, sacrificamos los derechos de quienes viven aquí. Porque somos, nos guste o no, un país sometido al consumo de los otros. Un país abierto, sí —nunca mejor dicho—, pero abierto en el sentido más literal y agotador: persianas arriba, cajas registradoras en marcha, trabajadores sin domingo, calles convertidas en escaparates.
¿Qué país queremos ser? ¿Uno vivo, con plazas llenas, almuerzos en familia y festivos compartidos? ¿O un territorio rendido al consumo, sin pausa, sin voz propia, sin límites?
¿Estamos dispuestos a defender el derecho a detenernos? ¿A recuperar la fiesta como espacio colectivo? ¿Podemos imaginar un próximo San Juan sin colas por un saco de arena para los gatos?
Quizás no es tan difícil.
Quizás solo hace falta quererlo.