Marc Puig, presidente ejecutivo de la empresa familiar de perfumería y moda, presentó el mes pasado en Barcelona los resultados de 2022. Resultados impresionantes para un ejercicio tan difícil: crecimiento del 40% en ingresos netos, del 71% del beneficio neto y del 27% en EBITDA, batiendo todos los récords y superando un año antes de lo previsto el último plan trianual.

Cuando me licencié en Ciencias Empresariales, allá por 1991, con solo veintitrés años de edad, busqué mi primer empleo. Entré en Williams Hispania, S.A., por entonces una joint venture entre Antonio Puig, S.A. y la británica Smithkline Beecham. A efectos prácticos, éramos una división más de Puig, pues estábamos ubicados en las emblemáticas oficinas centrales de Travessera de Gràcia y envasábamos en la fábrica de la calle Potosí.

Puig era entonces una empresa que llevaba unos años internacionalizándose. Los departamentos de marketing eran mucho más pequeños y la empresa, si bien ya tenía una posición predominante en muchas categorías del mercado de fragancias e higiene personal, no era aún la compañía global que hoy es.

Cuando me uní a la empresa, me recibió personalmente Mariano Puig, hijo del fundador, para darme la bienvenida, a pesar de que yo era un pipiolo que entraba de assistant para una de las familias de productos de una de sus divisiones. Aún así, iba a tener responsabilidades sobre marcas y, por tanto, el entonces presidente de Puig, buscó un hueco para conocerme y darme dos o tres pautas profesionales.

Recuerdo perfectamente el contenido de aquella entrevista. Me deseó mucho éxito y, sonriendo, Mariano Puig añadió: “si mientras trabaje aquí logramos que usted tenga éxito, la empresa también lo tendrá”.

Durante mis casi cinco años en Puig, de vez en cuando don Mariano (así lo llamábamos) se dejaba ver por los distintos despachos para saludarnos. Cuando me visitaba, solía decirme: “cuídeme el Brummel, ¿eh?”. Brummel era por entonces la fragancia masculina de mass market líder absoluto en España.

La verdad es que en Puig aprendí lo que no está en los libros. Y el motivo no fue otro que las increíbles dosis de confianza que depositaron en mí. A los doce meses de entrar, me dieron responsabilidad sobre un portafolio de siete marcas que facturaba la friolera de cinco mil millones de pesetas, Brummel incluido. Una de las marcas ojito derecho de don Mariano.

¿Cómo fue posible que me dieran tanta responsabilidad? Con el tiempo, supe que Antonio Puig, el fundador, utilizaba una máxima formidable: “En la vida hay cinco pasos importantes: aprender a hacer, hacer, enseñar a hacer, hacer hacer y, finalmente dejar hacer”, decía.

Puig, así como las empresas que registran crecimientos exponenciales, son empresas que dejan hacer. Con poca edad, a mí me dejaron tomar decisiones importantes. Pronto aprendí que, si quieres crecer, has de dejar hacer.

Dejar hacer se llama delegar.

Delegar…

Delegar es una de las cosas más difíciles que hay porque, por concepto, todos pensamos que nadie va a hacer las cosas igual de bien que nosotros mismos. En lugar de eso, hemos de interiorizar dos cosas. Una, que no se trata de si las hará mejor o peor, sino que las hará de forma distinta. Y, dos, que, como me dijo una vez un directivo, “se delega todo menos la supervisión”.

En efecto, si sabes supervisar, si sabes controlar sin ahogar o agobiar, puedes delegar. Y si sabes delegar, puedes crecer.

La reticencia a delegar tiene un origen puramente psicológico. Quien no sabe delegar es porque tiene miedo. Dediqué casi dos años a estudiar para Human Age Institute, el miedo en las organizaciones. Existe el miedo personal, y también el miedo corporativo. El segundo es difícil de erradicar porque forma parte de la cultura de una organización. El primero, en cambio, se puede trabajar.

Perder el miedo personal a delegar requiere un gran ejercicio de confianza en los demás. Y, especialmente, de darse a sí mismo el permiso de errar. Porque cuando una persona de nuestro equipo o bajo nuestra responsabilidad comete un error, ese error es extensible a nosotros, como jefes. En eso consiste la responsabilidad. En asumir los errores propios, junto a los de todas las personas que de nosotros dependen.

¿Significa eso vivir aceptando un número elevado de errores? ¿Dar un permiso para equivocarse puede llevar a una empresa a pérdidas y decisiones catastróficas? En absoluto. Aumentará el riesgo, cierto, pero si se aplica una buena supervisión, la comunicación fluye y se controlan de cerca las variables clase, lograremos esa otra máxima de: fail fast, fail son, fail cheap, a veces atribuida a Procter.

Siempre he defendido que las empresas más innovadoras del mundo son también las que más se equivocan. Ahora bien, rectifican a la velocidad de la luz. Innovar no consiste en lanzar poco y acertar a la primera. Consiste en probar mucho y rectificar, anular o corregir rápido las decisiones que enseguida vemos que no dan los frutos esperados. Y rectificar no es de sabios, es de humildes y requiere aún más valentía que saber delegar. Aceptar errores y rectificar decisiones es dificilísimo.

Así que el truco para ese “dejar hacer” que Antonio Puig enumeró como última capacidad en una carrera directiva requiere tres competencias profesionales: saber delegar, saber controlar y saber rectificar.