Leo en medios que los directivos de Credit Suïsse reconocen abiertamente que buena medida de los problemas que ha sufrido la entidad helvética han sido ocasionados a errores de gestión.

Errores los cometemos todos. De eso, a lo largo de una vida profesional, no se salva nadie. Ahora bien, otra cosa distinta es esconder los errores. A menudo explico en mis conferencias sobre competencias transversales que lo que lleva a la mentira es el error. Las personas mentimos y somos deshonestas no cuando erramos, sino cuando, por no reconocerlo escondemos nuestro error, tapándolo con pequeñas mentiras que, a la postre, acaban tornándose en grandes mentiras.

Leo también algunos posts e incluso declaraciones de importantes directivos que alaban a las buenas personas y afirman, no sé si con muestra empírica suficiente, que las buenas personas son las que llegan más lejos.

Combino ambas cosas para abrir un debate sobre tales cuestiones que, con la importancia que están adquiriendo la ética y la transparencia en los negocios, considero fundamentales.

En primer lugar, quiero poner de manifiesto que las buenas personas también mienten. La mentira no es un condominio reservado a la maldad, sino a la condición humana. La ocultación del error que, como hemos dicho, deriva en mentira, no está necesariamente motivada por una mala fe o por una malvada intención, sino que puede estar motivada por el miedo. Siendo el miedo, probablemente, más frecuente en las organizaciones que la maldad como fuente de ocultación.

La verdad siempre se impone. Siempre sale a la luz. Aquello de que se pilla antes a un mentiroso que a un cojo es absolutamente cierto. En la vida, todo se sabe. O casi todo. Y cuando la verdad reluce, entonces la mentira aflora y, con ella, la interpretación: ¿por qué mintió?

La historia de mentiras en el mundo industrial, financiero, comercial, profesional y empresarial es prolija y no cabría en el infierno. Escándalos increíbles han llenado las portadas de los medios los últimos años con ocultaciones que han acabado por suponer denuncias millonarias. Aquí miente hasta el Tato, que se suele decir también.

Mentir no es de malas personas. Mentir es de humanos.

Otra cosa distinta es la asunción de consecuencias, de responsabilidades, la capacidad de pedir perdón y de tratar de enmendar el daño causado, si bien los profesionales y directivos que gestionan millones de grandes organizaciones no tienen capacidad de indemnizar los daños que han provocado.

Entonces es cuando los vemos como malas personas.

También están los otros, los malos de verdad. Los profesionales perversos, malignos, psicópatas, crueles y sádicos; sin sentimientos o con sentimientos de piedad solo hacia ellos mismos. Profesionales con la empatía averiada y sin sentido de la alteridad. Yo no sé si las buenas personas llegan lejos, pero estos de los que hablo, y he visto unos cuantos, a pesar de sus variopintos y fantásticos disfraces de inocencia, no llegan lejos. Llegan lejísimos. Y tanto que lo consiguen. En el mundo empresarial, así como en la política de altos vuelos, hay que ser muy, pero que muy animal. Los generales que ganaban grandes batallas, los militares que engalanan los descomunales óleos de nuestros museos no eran buenas personas. Eran unos auténticos hijos de lo que ya se imaginan que no puedo escribir aquí, por decoro.

Para gobernar corporaciones que compiten en el mundo global, que se enfrentan a decisiones de presidentes y políticos, que se ven “obligadas” a rozar o franquear la ley para que su cotización se sostenga, se requieren tales dosis de insensibilidad que la persona se endurece y embrutece y acaba por convertirse en una mala persona. La guerra ha llevado al ser humano a perpetrar de cosas de las cuales él mismo se horroriza cuando vuelve la paz. El contexto, las circunstancias y la obligación de ganar, alimentadas por el miedo y la ambición, crean malas personas. Claro que las crean. Llegar lejos es lo que las ha hecho malas personas.

Pero aquí lo importante, creo yo, no es si las malas personas llegan lejos. Sino si hace falta serlo para conseguirlo. Y aquí es donde se abre la esperanza. Las buenas personas también pueden llegar lejos. Y, quizás lo relevante, es que ese “lejos”, para ellas, no es únicamente una cuestión de volumen de facturación de la organización que pilotan o cotización bursátil. Ese “lejos” incluye lo que el CEO de Chevron, la petrolera estadounidense, reconoció tras retirarse profesionalmente: “si algo he aprendido en todas estas décadas de profesión es que las personas eran más importantes de lo que pensaba”.

¡Oh, qué gran descubrimiento!