Somos hijos de una clase media que ya no existe. Aquella que creía que con trabajo, esfuerzo y una hipoteca todo era posible.

Hoy, esa seguridad se ha desvanecido. Familias que hace veinte años tenían ahorros ahora cuentan los días para llegar a fin de mes. Profesionales con carrera universitaria comparten piso, y muchos jóvenes encadenan trabajos precarios. Ganarse la vida ya no garantiza vivir dignamente, y estudiar tampoco sirve para prosperar. La clase media, que durante décadas simbolizó el equilibrio y el orgullo del país, se ha convertido en un espejismo. El centro se ha roto, y aquel país que soñaba con ser “de clases medias” es hoy un territorio de contrastes feroces, donde conviven los que acumulan y los que se ahogan.

Durante los años ochenta y noventa, la sociedad catalana vivía su edad de oro doméstica. No todo el mundo era rico, pero la mayoría vivía con una sensación de estabilidad que ahora parece un recuerdo lejano. Las familias tenían la casa pagada o a punto de estarlo, a menudo disponían de más de un vehículo, e incluso de una segunda residencia modesta en el pueblo o en la costa. Un solo salario podía sostener un hogar; con dos, se podía ahorrar y mirar el futuro con confianza. La economía crecía, la industria generaba empleo estable y la democracia alimentaba la esperanza. Era la época en que Jordi Pujol repetía que Catalunya debía ser “un país de clases medias”, y aquella idea arraigó como lema colectivo.

Desgraciadamente, aquel equilibrio se resquebrajó lentamente. La entrada al euro, la deslocalización industrial y el estallido de la burbuja inmobiliaria cambiaron las reglas del juego. Los salarios perdieron poder adquisitivo mientras el coste de la vida —sobre todo el de la vivienda— se disparaba sin freno. Según la Encuesta de Condiciones de Vida de 2024, casi una de cada cuatro personas vive en riesgo de pobreza o exclusión social. Y, sin embargo, la cifra más inquietante es la invisible: la de aquellos que aún no son pobres, pero tampoco viven con tranquilidad. El espacio del medio, aquel que mantenía en pie el país, se estrecha cada año un poco más.

La generación que debía sostener el sistema sobrevive como puede: sin ahorros ni estabilidad y con la sensación de que el futuro ya no es para ella

El problema no es solo económico, es estructural. Los jóvenes catalanes se enfrentan a un mercado laboral precario y a un mercado inmobiliario hostil. Según el Observatorio Metropolitano de la Vivienda, el precio medio del alquiler en Catalunya ya supera los 950 euros mensuales, y en el área metropolitana de Barcelona roza o sobrepasa los 1.200. Mientras tanto, los salarios de los menores de treinta años apenas llegan a cubrir estas cifras. En otras palabras: hoy, un sueldo se desvanece casi por completo solo para pagar la vivienda, a menudo provisional, compartida o en condiciones precarias.

La generación que debía sostener el sistema sobrevive como puede: sin ahorros, sin estabilidad y con la sensación de que el futuro ya no es para ella. Y esto tiene consecuencias morales: cuando una sociedad deja de creer que el esfuerzo trae recompensa, deja también de creer en sí misma.

Mientras tanto, la fiscalidad sigue castigando a los mismos. El IVA —a diferencia del IRPF— no entiende de rentas: grava igual el pan que el lujo, el coche viejo que el de gama alta. Convertimos el consumo básico en un privilegio. Esta estructura fiscal, regresiva e inerte, acentúa la fractura social. Y, todo ello, en un contexto en el que las grandes fortunas encuentran vías para tributar menos que nunca, con deducciones, sociedades instrumentales y paraísos legales que hacen de la desigualdad un negocio con sello oficial.

El resultado es un país polarizado: una minoría que acumula capital, y la mayoría que acumula agotamiento e impotencia. Las cifras del INE muestran una brecha profunda: el 20% más rico del país acumula más de cuatro veces los ingresos del 20% más pobre. No es un desequilibrio puntual: es un cambio de modelo. Un desplazamiento del centro social que pone en cuestión la esencia misma del país que nos habíamos imaginado. El progreso, que antes se asociaba al esfuerzo, hoy es patrimonio de unos pocos.

Catalunya es hoy un país empobrecido por arriba y por abajo. Los ricos tributan poco, los pobres pagan demasiado y la clase media se desvanece

Más allá de las cifras, la clase media había sido mucho más que una franja de ingresos. Era una cultura compartida: creer en el trabajo bien hecho, en la meritocracia y en la educación y la sanidad público-privada como pilares de progreso y seguridad. Aquella generación creía que el esfuerzo y la formación abrían puertas, y que la salud y la escuela, bien gestionadas, podían garantizar una verdadera igualdad de oportunidades. Hoy, estas palabras suenan vacías. Las familias que antes representaban el corazón del país viven con la incertidumbre de un equilibrio frágil. Los hijos de profesionales formados trabajan en empleos precarios, los sueldos se desvanecen en alquileres imposibles y muchos hogares sobreviven gracias a la pensión de los abuelos. Aquello que cimentaba la cohesión social —la estabilidad, el esfuerzo, la confianza— se ha convertido en una carrera de obstáculos.

Catalunya es hoy un país empobrecido por arriba y por abajo. Los ricos tributan poco, los pobres pagan demasiado, y la clase media —aquella que debía ser el colchón entre ambos mundos— se desvanece sin que nadie la defienda. Lo que antes era el orgullo de un modelo —una sociedad cohesionada, austera y progresista— se ha convertido en una fachada vacía. Las políticas públicas han renunciado a garantizar equidad, y la resignación ha sustituido a la indignación.

¿Por qué ya no tenemos clase media? ¿Por qué todo parece reducirse a una minoría poderosa de ricos y una mayoría de pobres sin expectativas?

La clase media no ha desaparecido solo por razones económicas. Ha desaparecido porque el modelo que la definía —trabajo estable, acceso a la vivienda, confianza en el futuro— se ha ido erosionando lentamente, mientras el coste de vivir superaba el valor del esfuerzo. Y, quizás, lo más grave de todo es que lo vivimos con normalidad.