Debemos aceptar la evidencia. Nuestro mercado de trabajo es claramente contrario al criterio de equidad. Aceptada esta realidad, no es menos cierto que si revisamos sus principales cifras, podemos constatar que, al margen de la equidad, existe otro elemento que para nadie es ningún secreto: su funcionamiento es, cuanto menos, manifiestamente mejorable.

Y si nuestro mercado de trabajo adolece de falta de equidad y además está mal gestionado, la responsabilidad no es, en esencia, de nuestros empleadores –aunque también pueden usarlo de forma incorrecta– sino la consecuencia de la suma de una serie de factores que van desde elementos culturales y de gestión, la presencia de una regulación que no se ha adaptado a la nueva realidad y la poca eficiencia de las políticas de empleo.

Afirmamos que tenemos una estructura laboral moderna, con leyes, estrategias y políticas que buscan la igualdad y la eficiencia. Y, sin embargo, basta adentrarse un poco en las entrañas de la realidad para ver que la equidad real brilla por su ausencia. El discurso oficial habla de oportunidades para todos, pero la experiencia cotidiana de muchas personas cuenta otra historia: un sistema que distribuye el trabajo de forma desigual, que penaliza a determinados colectivos y que convierte en privilegios lo que debería ser un derecho.

El discurso oficial habla de oportunidades para todos, pero la experiencia cotidiana de muchas personas cuenta otra historia

He aquí algunos de los elementos que, desde mi punto de vista, son indicadores claros de esta falta de equidad:

  • La dicotomía entre empleo fijo y temporal. Disponer hoy de un empleo fijo (y no incluyo en esta tipología a los fijos discontinuos) se ha convertido en una especie de privilegio reservado a unos pocos, mientras que una parte importante de trabajadoras y trabajadores convive con situaciones precarias que no ofrecen ni seguridad ni horizonte de futuro. La diferencia no es solo contractual: un contrato indefinido (todavía más si está vinculado al sector público) permite planificar la vida, acceder a una hipoteca, sostener un proyecto personal. La realidad, en cambio, les obliga a vivir en la incertidumbre, siempre con la maleta a medio hacer y con la sensación de que el trabajo es una estación de paso y no un lugar de pertenencia.
  • La brecha de género no desaparece. En pleno 2025, seguimos repitiendo la misma melodía: las mujeres tienen ingresos salariales menores, no cuentan con las mismas opciones para acceder a puestos de responsabilidad y cargan más con el trabajo a tiempo parcial. Es la llamada “feminización de la precariedad”. No es casualidad: responde a un sistema que aún coloca a la mujer en el papel de complemento y no de sujeto pleno. La equidad laboral no se mide en eslóganes, se mide en las condiciones reales de contratación y, ahí, la desigualdad sigue siendo más que evidente.
  • Juventud atrapada en la precariedad. Los jóvenes deberían ser el motor de innovación y energía de nuestro mercado. Sin embargo, son el combustible que se quema más rápido. Encadenan contratos temporales, prácticas mal remuneradas o empleos que no se corresponden con su formación y sus expectativas. La promesa del empleo se ha convertido en una precariedad estructural. Y lo más grave: ésta se ha consolidado como un modo de vida que muchas y muchos se ven obligados a aceptar.
  • La discriminación por edad: el muro de los 50. Si la juventud paga con inestabilidad, la madurez laboral lo hace con invisibilidad. A partir de una determinada etapa (50-55 años) la probabilidad de encontrar un empleo digno se desploma. La edad funciona como una etiqueta que anula trayectorias, experiencia y saber hacer. Paradójicamente, mientras hablamos de alargar la vida laboral, seguimos empujando fuera del mercado a quienes ya no encajan en una determinada lógica perversa que castiga a los y las seniors sin que seamos capaces de crear incentivos para modificar este tipo de dinámicas.
  • El factor territorio: no todos los mapas son iguales. El mercado de trabajo también sabe de geografía. No es lo mismo el empleo en Madrid, Bilbao o Barcelona que el que pueda darse en un pueblo de la España vaciada. Las oportunidades se concentran en los grandes núcleos urbanos, donde las redes empresariales, las infraestructuras y los servicios de orientación son más accesibles. En cambio, en muchas zonas rurales, acceder a un empleo fuera del sector público puede ser casi un acto de fe.
  • Migración y empleo: lo esencial, precarizado. Otra cara incómoda de la inequidad laboral es la situación de la población migrante. El colectivo ocupa mayoritariamente los trabajos más duros y peor remunerados (agricultura, cuidados y hostelería, entre otros). Paradójicamente, sostiene sectores esenciales para la economía y el bienestar social, pero recibe a cambio inestabilidad, discriminación y falta de reconocimiento. El mercado laboral abre la puerta a estas personas para ocupar los puestos de menor responsabilidad formal y peores retribuciones, pero en paralelo no les facilita los recursos adecuados para su plena integración.

Estos son los elementos que muestran cómo nuestro mercado de trabajo sigue siendo no solo un entorno que adolece de equidad, sino que, al contrario, amplifica las desigualdades. En teoría, la equidad debería ser el principio rector: igualdad salarial por desempeñar un mismo puesto/rol y mismas oportunidades sin que importen género, edad, origen o código postal. Pero en la práctica, seguimos lejos de ese horizonte.

El mercado laboral no es equitativo. Y si de verdad queremos transformarlo, lo primero es atrevernos a decirlo sin rodeos

No se trata de maquillar cifras de desempleo o de lanzar programas con nombres grandilocuentes. Se trata de asumir que la equidad es la asignatura que no conseguimos superar. Una deuda que no se resolverá con parches, sino con cambios estructurales: corresponsabilidad real de todos los actores públicos y privados, políticas activas que apuesten por la eficiencia, inversiones en formación adaptada a las necesidades del mercado de trabajo y, sobre todo, con un compromiso político y social que ponga la dignidad del trabajo en el centro.

Mientras sigamos hablando de “flexibilidad” como sinónimo de precariedad, de “oportunidades” que en realidad son “trampas” y de “adaptación” que significa “resignación”, estaremos jugando con las palabras y saliendo derrotados del envite. El mercado laboral, en sus condiciones actuales, no es equitativo. Y si de verdad queremos transformarlo, lo primero es atrevernos a decirlo sin rodeos y después intentar concienciar a todos para actuar en consecuencia.