Es un lugar común afirmar que las fronteras entre la vida privada y la profesional son cada vez más difusas. Dicha constatación despliega sus manifestaciones en disciplinas como son la economía o la sociología. Sin embargo, en el derecho laboral las consecuencias a veces son menos evidentes, pero muy trascendentes. Dicha desaparición de unas fronteras claras que delimiten qué constituye trabajo y qué “vida privada” conlleva que los laboralistas tengamos que (re)discutir sobre conceptos tan básicos como son qué es tiempo de trabajo y qué no lo es , ¿cómo computamos la jornada de trabajo de un/a profesional “móvil” y que no trabaja nunca en un “centro de trabajo”?, qué es realmente el puesto de trabajo, ¿es puesto de trabajo una cafetería o la zona de embarco de un aeropuerto donde se está llevando a cabo una videoconferencia?; o cuál es la indumentaria que puede definir una empresa y con qué límites, entre otras muchas controversias en los últimos años.

Dicho cambio de paradigmas laborales, fruto de la evolución social, ha provocado no pocos titulares en los medios de comunicación, que denotan una vez más, claro está, que la evolución social va más deprisa que las leyes laborales, pero, y aunque ello es cierto, también evidencian que dichas normas no son creadas con una técnica suficiente teniendo en cuenta las complejidades de los ámbitos que se pretenden regular.

Un ámbito en el cual se ha notado especialmente las disfunciones entre lo profesional y lo privado es en relación a los deberes de las empresas en materia de prevención de riesgos laborales o la definición de “accidente de trabajo”, noción que lleva de por sí la necesidad de que se delimite bien cuando se llevan a cabo tareas laborales y cuando se está en la esfera privada de la persona trabajadora. Piénsese, por ejemplo, en la regulación del teletrabajo. Con la pandemia España pasó de 0 a 100 en pocos segundos. De años y años sin que existiera una mínima regulación legal (el derecho laboral solo preveía figuras en desuso como la tradicional del “trabajo en el domicilio”, que no estaba pensada para la utilización de herramientas telemáticas, sino para ejecutar ciertas tareas, por ejemplo, en el sector textil), se pasó en escasos días a trabajar a distancia.

Como la legislación poco preveía sobre la posibilidad de trabajar desde fuera de la oficina (incomprensible), y, como es lógico, no se había previsto legalmente la existencia de una pandemia mundial (más comprensible, aunque quizás la posibilidad de una pandemia tampoco era del todo descartable según habían avanzado varios estudios), se previó el teletrabajo mediante real decreto-ley. Al tratarse de una norma de “emergencia”, que entró en vigor de forma urgente para permitir que las empresas pudieran seguir funcionando en la medida de lo posible, entra dentro de lo razonable que pudiera generar algunos problemas técnicos de aplicación. Ahora bien, menos aceptables resultan las dudas interpretativas, algunas cuestiones muy previsibles, que ha causado la entrada en vigor de la Ley 10/2021, de 9 de julio, de trabajo a distancia (derogando el primigenio Real Decreto-ley 28/2020).

Al respecto, se recordarán los titulares de hace unas semanas de un tenor parecido al siguiente: “Un juzgado considera accidente laboral la caída de una empleada mientras teletrabajaba en su casa”. Eran titulares que se hacían eco de una sentencia dictada por el Juzgado de lo Social de Cáceres en noviembre de 2022 y que se erige como un buen ejemplo de supuesto en el cual se manifiesta de forma patente esa difuminación de la que hablábamos entre trabajo y vida privada, combinada con una regulación deficiente de los deberes preventivos de la empresa, y que pone en duda nuevamente qué podemos entender razonablemente como “accidente de trabajo”.

Sí, se reguló el teletrabajo, lo que sin duda fue un gran avance legislativo, pues se partía de la casi inexistencia de regulación. No obstante, si la regulación de los deberes preventivos en relación con el teletrabajo es discutible, pero existe, resulta del todo inconcebible en consecuencia por qué no se ha intentado acompasar qué se entiende por accidente de trabajo cuando se está en un entorno tan particular como es el teletrabajo. La ley general de la Seguridad Social sigue partiendo de la idea que se presumirá que son constitutivas de accidente de trabajo las lesiones que sufra el trabajador durante el tiempo y en el lugar del trabajo. Pues bien, si a nadie se le ha ocurrido modificar dicha presunción o intentar adaptar la noción de accidente laboral cuando se realiza el trabajo en casa o en una cafetería, no será nada extraño que se presuma que existe accidente de trabajo cuando una persona trabajadora volviendo del baño a su escritorio para seguir teletrabajando, tropiece con un escalón y se haga daño. ¿Y si la persona trabajadora se lesiona al cocinar el desayuno en su casa mientras teletrabaja?

Tengamos en cuenta que nuestros tribunales aclaran que es accidente de trabajo cuando la lesión se produce durante la denominada “pausa del bocadillo”. Asimismo, recuérdese que legalmente es accidente de trabajo toda lesión corporal que la persona trabajadora sufra con ocasión o por consecuencia del trabajo que se ejecute. Si legalmente no se determinan bien los límites del trabajo y la vida privada, la noción de accidente de trabajo seguirá la evolución expansiva de los últimos años hasta que llegue un momento en que perderá quizás todo significado, pues existen muchas situaciones que se dan, de forma más o menos indirecta o remota, con “ocasión o por consecuencia del trabajo”.

“La empresa debe pagar las gafas si son necesarias para trabajar con pantallas”

Este es el titular más reciente y no menos polémico del recién estrenado 2023. El citado titular hace referencia a una sentencia dictada por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea de 22 de diciembre de 2022 como consecuencia de la “consulta” que realizó un tribunal de Rumanía. El tribunal rumano debía dilucidar si la reclamación económica realizada por un trabajador de un organismo público debía prosperar o no. Dicho trabajador desempeñó sus funciones con equipos que incluían pantallas de visualización y sufrió una importante pérdida de agudeza visual, razón por la cual un médico especialista le prescribió un cambio de gafas y, más concretamente, de lentes correctoras. El tribunal rumano le pregunta al europeo si, según la normativa de la Unión, la empresa debe abonar dicho coste.  La respuesta ha sido sí, al menos a priori.

Entre otras cuestiones, el Tribunal de Justicia indica que los tribunales de los distintos estados que se encuentren con una situación parecida (también los españoles) deben “comprobar si las gafas graduadas en cuestión sirven efectivamente para corregir los trastornos de vista relacionados con su trabajo y no problemas de vista de carácter general, que no necesariamente guardan relación con las condiciones de trabajo”. Sin ser experto en oftalmología, dicha tarea no parece nada fácil, como tampoco lo debe ser distinguir los trastornos de vista que padece una persona utilizando un móvil, una tableta o un ordenador portátil fuera de la jornada laboral de cuando hace un uso de ellos durante dicha jornada, en la que probablemente utilizará medios tecnológicos similares, si no son incluso los mismos.

A pesar que no sea fácil sociológicamente distinguir bien dónde acaba el trabajo y dónde empieza la vida privada es tarea ineludible de la ley establecer dónde acaban las obligaciones empresariales (y consecuentemente, los derechos de las personas trabajadoras), al entrarse en la esfera privada, pues en caso contrario las nociones de “riesgo laboral” y de “accidente de trabajo” (o de otras aquí no tratadas como “puesto de trabajo” o de “jornada de trabajo”) pueden alcanzar un carácter casi omnicomprensivo. De nada sirve conocer bien las leyes si en la práctica su cumplimiento se hace muy y muy complicado.