Demasiadas veces me he hecho esta misma pregunta: ¿se puede vivir plenamente en catalán en Catalunya? Y, dolorosamente, demasiadas veces llego a la misma conclusión: no.

Y no lo digo por sensaciones u opiniones sesgadas, ni analizando un segmento aislado de la sociedad. Desgraciadamente, el día a día está lleno de agravios y actos de menosprecio contra el catalán. Y aquí nada se mueve; no pasa nada, más allá de la indignación y del clásico “quien día pasa, año empuja”.

Todos, en mayor o menor medida, hemos conocido el polémico caso reciente de una heladería en Gràcia, donde una clienta fue tildada de “maleducada” por hablar en catalán. El encargado del establecimiento incluso le espetó: "Estás en el Reino de España, y la lengua es el castellano", como si hiciera falta recordarle dónde se encontraba.

Sumamos, así, un nuevo episodio a la larga lista de escarnios que sufren quienes pretenden vivir plenamente en catalán en su propio país. Lo que debería haber sido una acción cotidiana y trivial —pedir un helado a finales de agosto— se convirtió en un acto de reivindicación. Casi, en un delito.

La lengua propia de Catalunya, la que debería cohesionarnos, a menudo es percibida como un obstáculo, una molestia a corregir. Lo más grave es que esta percepción no es fruto de un malentendido puntual, sino la consecuencia de una normalización perversa: hoy en Catalunya se puede vivir, trabajar y relacionarse plenamente sin utilizar el catalán. Este es el verdadero drama.

Demasiadas veces me he preguntado si se puede vivir plenamente en catalán en Catalunya y, dolorosamente, demasiadas veces llego a la misma conclusión: no

Los datos lo corroboran. Según la Encuesta de usos lingüísticos de la población (Idescat, 2023), el 94% de los residentes entienden el catalán, pero solo el 32,4% lo utilizan habitualmente. En Barcelona ciudad, este porcentaje cae por debajo del 25%. La Plataforma per la Llengua recibe cada año centenares de quejas por discriminación lingüística, especialmente en el comercio y los servicios públicos.

Nos encontramos, pues, ante una paradoja: una lengua ampliamente conocida, pero socialmente minorizada, arrinconada en espacios cada vez más reducidos.

El bilingüismo, que a menudo se vende como una riqueza, ha sido, de hecho, el mecanismo más eficaz para relegar el catalán. Cuando dos lenguas coexisten sin que una sea imprescindible, se impone la dominante. Y eso es exactamente lo que ha pasado: el castellano es la lengua segura, de inercia; el catalán, la frágil, la prescindible, la que requiere voluntad consciente para ser hablada. Y, mientras tanto, el inglés gana terreno como idioma de prestigio, relegando el catalán a un rol casi decorativo.

Ahora toca hacernos la pregunta clave: ¿qué hacen —o han hecho— las administraciones ante esta realidad? La respuesta es contundente: bien poca cosa. Los discursos políticos se intensifican cuando estalla un caso mediático, pero la acción real es escasa. Se crean figuras simbólicas, se lanzan campañas con buenas intenciones, pero todo queda en gesticulaciones. No hay una política valiente que establezca el catalán como un requisito indispensable en ámbitos como la atención al público, la función pública, la justicia o las plataformas digitales.

Reducir el catalán a una opción secundaria empobrece el tejido productivo y debilita la competitividad del país

Y ante esta inacción institucional, son los ciudadanos quienes toman el relevo. La denuncia se traslada a las redes sociales, donde cada incidente se viraliza, y la indignación se canaliza en acciones espontáneas. El caso de la heladería de Gràcia es un buen ejemplo: al día siguiente, la fachada aparecía llena de adhesivos que clamaban contra el menosprecio lingüístico. Un gesto de rabia e impotencia que pone de manifiesto una verdad incómoda: mientras las instituciones callan, la defensa del catalán recae en la iniciativa individual.

El resultado de este abandono es claro: el catalán se convierte en optativo. Y una lengua optativa es una lengua condenada. Mientras en Catalunya se pueda vivir plenamente en castellano o inglés, pero no necesariamente en catalán, el futuro de la lengua es incierto. No es una cuestión de sentimientos, sino de hechos: si el catalán no es imprescindible, su supervivencia está en riesgo.

Pero esta minorización no es solo un problema cultural o identitario: tiene consecuencias económicas. El catalán es un activo intangible de gran valor: genera cohesión, confianza, fidelización y diferenciación. Reducirlo a una opción secundaria empobrece el tejido productivo y debilita la competitividad del país. Las empresas que operan en catalán generan más vínculo con los consumidores locales. Su ausencia erosiona este capital de confianza.

En este sentido, es revelador que algunas empresas hayan sabido ver la oportunidad que representa hoy el catalán. Por un lado, el Grupo Bon Preu, con una comunicación íntegramente en catalán, fideliza clientes y se proyecta como una empresa comprometida con el territorio. Por otro, la operadora de comunicaciones Parlem Telecom ha hecho del catalán su bandera en un sector dominado por gigantes globales, demostrando que apostar por la lengua no solo es viable, sino rentable. Estos dos ejemplos demuestran que el catalán puede ser ventaja competitiva cuando hay voluntad de hacerlo esencial. El problema es que aún son excepciones, no la norma.

Una lengua minorizada solo puede sobrevivir si es obligatoria. Si el catalán sigue siendo optativo, acabará desapareciendo. Y con él, Catalunya dejará de existir como nación

Aún hay quien se empeña en considerar que el catalán es una cuestión sentimental, un capricho, un falso símbolo de identidad. A eso, simplemente, yo lo llamo ignorancia. Porque el catalán es un derecho básico, una herramienta de cohesión colectiva y un recurso económico y social de primer orden. Sin el catalán, Catalunya pierde raíces, voz propia y capacidad de diferenciarse en el mundo global.

El caso de la heladería de Gràcia nos interpela en tanto que muestra crudamente hasta qué punto hemos normalizado el menosprecio. Una clienta recibe un reproche por hablar en la lengua del país, y la reacción institucional se limita a un comunicado y promesas vagas. Mientras tanto, los catalanes acumulan episodios similares en médicos, escuelas, universidades, servicios de atención al cliente o, simplemente, en una tienda.

No nos engañemos: una lengua minorizada como es hoy el catalán solo puede sobrevivir si es obligatoria. No basta con campañas ni proclamas. Hay que legislar, exigir y garantizar que el catalán sea la lengua de trabajo, de consumo y de vida en Catalunya. Lo que ahora parece un agravio puntual —el “delito” de pedir un helado en catalán— es, en realidad, el síntoma de un país que acepta la desaparición silenciosa de su lengua.

Y aquí hay que decirlo con claridad y sin rodeos: si el catalán sigue siendo optativo, acabará desapareciendo. Y con él, Catalunya dejará de existir como nación.