El Ingreso Mínimo Vital, como prestación no contributiva de la Seguridad Social, constituye una pieza clave en la extensión del sistema de protección social al conjunto de la ciudadanía. Resulta de especial significación cuando se trata de la red última de la acción protectora pública para la población más vulnerable, que se encuentra en situaciones de grave necesidad económica, sin cumplir los requisitos para tener derecho al resto de las prestaciones sociales del Sistema de Seguridad Social, sean de carácter contributivo o no contributivo. Cuando han transcurrido ya tres años desde su creación y puesta en funcionamiento, parece que existe un amplio consenso social acerca del acierto de su introducción dentro de nuestro sistema estatal de protección social, mecanismo utilísimo de corrección de las situaciones de extrema pobreza entre nosotros. Esta medida ha contribuido a corregir las deficiencias y desigualdades territoriales que provocaban los anteriores modelos de rentas mínimas autonómicas, que hoy en día pueden desempeñar un papel complementario, especialmente para atender a los territorios donde es más elevado el coste de la vida. 

Ahora bien, ese consenso social no está exento de posibles embates, pues no puede desconocerse que es atacado y denostado desde ciertos sectores ultraliberales. No resulta anecdótico que recientemente la renta de ciudadanía existente en Italia, similar a nuestro Ingreso Mínimo Vital, haya sido eliminada por completo por el Gobierno de la señora Meloni, supresión que se comparte por los homólogos españoles de la ultraderecha.

Por ello, es importante transmitir a todos la importancia del Ingreso Mínimo Vital como instrumento de atención a las personas en situaciones de mayor vulnerabilidad y lograr un funcionamiento eficiente en su desarrollo práctico.

En este contexto resulta importante tomar como referencia la valoración bastante crítica que la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF) acaba de emitir sobre el funcionamiento del Ingreso Mínimo Vital, en línea bastante similar a la que efectuó hace un año. El Ministerio de Inclusión y Seguridad Social, responsable de su gestión, ha manifestado de forma igualmente contundente su desacuerdo con la opinión de la AIReF. Se trata de una cuestión ciertamente importante, que requiere realizar un balance de resultados lo más acertado posible para no caer en descalificaciones globales del modelo ni en satisfacciones acríticas de lo logrado. Se trata en todo caso de un diagnóstico bastante complejo, por la diversidad de variantes que se deben manejar y por cuanto que los datos estadísticos disponibles siguen siendo insuficientes, incluso no siempre del todo fiables. Sin desmerecer la valía del Informe elaborado por la AIReF, el mismo no resulta equilibrado en el diagnóstico de los logros conseguidos hasta el presente, en gran medida puede llegar a conclusiones algo apresuradas a tenor de los datos no plenamente contrastados que maneja e incluso sus propuestas tampoco parece que sean decisivas o factibles para corregir las deficiencias del funcionamiento del modelo existente.

Desde luego, no se puede minusvalorar que el IMV en estos momentos llega a casi 300.000 familias, muchas de ellas monomarentales, que entre los beneficiarios el 54 % son mujeres y que en el 67 % de los hogares beneficiarios hay al menos un menor. En estos términos, se trata de una prestación que está logrando atenuar las bolsas de mayor pobreza en nuestra sociedad.

La primera de las deficiencias destacadas reside en el hecho de que la cifra de posibles destinatarios de la medida es bastante superior a los que la disfrutan, porque se calcula que existe un importante número de potenciales beneficiarios a los que no les llega el Ingreso Mínimo Vital, a pesar de que teóricamente reúnen los requisitos para que se les reconozca. Incluso se detecta que dentro de esos potenciales beneficiarios es muy elevado el número de los que ni siquiera lo han solicitado, aunque también es de reconocer que este es un problema común a todos los sistemas similares en otros países de nuestro entorno y que el número de denegaciones por no cumplir los requisitos legales es muy elevado. En todo caso, el problema es que resulta difícil explicar esta situación de un número tan elevado de personas que no llegan a solicitar la prestación cuando en principio tendrían derecho a la misma, tras el desarrollo de importantes campañas de difusión pública de la prestación, de coordinación con comunidades autónomas y ayuntamientos, así como de la creación del registro de mediadores sociales del Ingreso Mínimo Vital. 

En ese marco también se apunta que la cifra de beneficiarios se encuentra estancada, pues no ha experimentado cambio significativo de crecimiento en el último año. Sin dejar de aceptar que ese constituye un dato indiscutible, no puede dejarse de tener en cuenta también que el escenario de fuerte crecimiento del empleo durante el último período está reduciendo la situación de vulnerabilidad de muchos hogares, provocando el cese de la percepción de la prestación, al propio tiempo que incrementa el número de beneficiarios de las prestaciones contributivas de Seguridad Social que igualmente rebajan la presión sobre el Ingreso Mínimo Vital.

Todo lo anterior se debe valorar siempre desde la premisa de que con seguridad la prestación no llega a todos los hogares donde debería. Prueba elocuente de ello es que las cantidades globales gastadas anualmente para hacer frente al Ingreso Mínimo Vital, del orden de 1.900 millones de euros, apenas llega a la mitad de lo presupuestado, de modo que no sería necesario hacer un esfuerzo económico adicional para extender el ámbito de la protección de esta prestación económica. A estos efectos, posiblemente sería preciso perfeccionar los datos estadísticos para conocer mejor la realidad sobre la que hipotéticamente podría actuar el Ingreso Mínimo Vital, así como reforzar la coordinación entre todas las administraciones públicas. Sobre todo, una coordinación orientada a lograr que este importantísimo mecanismo de protección pueda llegar a segmentos de la población marginados socialmente, con una escasa capacidad de conectar con las instancias administrativas responsables de su gestión. También habría que reflexionar hasta qué punto los requisitos legales para tener derecho a la prestación son demasiado exigentes, tanto desde el punto de vista de la situación material en la que se tiene que encontrar el beneficiario, como de la, a veces, engorrosa tramitación administrativa establecida para su reconocimiento, que incluso determina períodos de hasta cuatro meses desde que se solicita hasta que se concede la prestación.  

Por último, lleva razón la AIReF cuando destaca que el incremento producido en la cuantía de la prestación no está logrando compensar el fuerte impacto de la inflación, así como que el control del requisito de rentas percibidas como requisito para ser beneficiarios se efectúa al cabo de demasiado tiempo, a los doce meses, de modo que en caso de que haya que devolver todo o parte de lo percibido indebidamente, ello alcanza cifras excesivas para la situación de las personas a quienes se les reclama.