Estos días resulta imposible revisar la actualidad del mundo sin volver al Born de las noticias sobre Barcelona, su estado actual y las propuestas de futuro. En carrera electoral, los candidatos se esfuerzan en proponer y prometer como si el mundo se acabara y como si sus afirmaciones se tuvieran que poder valorar, por parte de sus seguidores, como compromisos notariales. En general los electores ya saben, cuando menos, que de los deseos no se hacen obras de reparación. A este contexto, con el foco puesto en el problema de la vivienda, se ha añadido estos días un estudio del Banco de España que señala la precariedad que generan los alquileres en ciudades como Barcelona, especialmente entre los jóvenes.

Desde la perspectiva de la economía política, Barcelona es demasiado pequeña para acoger todas las tensiones que se acumulan, y en el terreno de la vivienda hay que ampliar la mirada si se quiere encontrar una solución. Ciertamente, Barcelona-ciudad tiene poco más de 1,5 millones de habitantes (claro, como decía Pasqual Maragall, "según la hora del día"), pero el Área Metropolitana se mueve en torno a los 3,5 millones, la gran región cuenta con 5 millones de habitantes y el país, en su totalidad, arrastrado hoy en buena medida por lo que pase en la ciudad condal, casi 8 millones. BCN es, sin duda, Cap i Casal de Catalunya, macrocefalia del territorio, tractora relevante de la economía catalana. Una cabeza que querríamos inteligente por el bien del funcionamiento del país. Una cabeza grande que sea capaz de incorporar su entorno y regir los brazos y piernas de la acción de la economía política catalana, de norte a sur y de este a oeste. Un cerebro que tendría que articular todo el territorio, en busca de economías de alcance, de internalizar externalidades, de valorar las ventajas comparativas desde una única perspectiva, y decidir, en general, desde la evaluación coste-beneficio del conjunto de Catalunya.

Pero hoy la realidad es otra: la lucha por el Cap i Casal es la de ocupar el cerebro para ejercer de contrapoder, desarticular si se puede el resto del cuerpo del país. Y aquí, en la BCN cerebro flaco, ganan los que niegan la viabilidad del resto: el turismo, el comercio, el aeropuerto... Todo visto desde una perspectiva aislada. Esta situación la abona el miedo de los catalanes a poner los dos lados de la plaza de Sant Jaume bajo el mismo mandato. De manera que los que mandan, desde la influencia que les capacita la potencia neuronal de la ciudad, pueden paralizar el resto; ni que sea desarmante la fuerza de todos los catalanes, expresada democráticamente en el Parlamento. Los incumbentes se enganchan a las ideas, incluso de materializarlas en acciones, y a menudo se olvidan de la realidad conjunta del país. Sin piernas y brazos, sin contar con la voluntad general del país, esta reacción puede acabar actuando en forma de parálisis. El gobierno de la ciudad puede así convertirse en el gran contrapoder en una sola parcela que intenta subyugar el resto. Contamos, por eso, con unos ayuntamientos de corte presidencialista (solo hay que mirar el nombramiento del gobierno municipal), a diferencia del sistema propio del país, en precario sin el presidencialismo que tanto refuerza a la contraparte.

La batalla electoral tiene dos ejes. Los que hoy ganan quieren aquello que la economía en su conjunto no les permite: vivir en BCN a precio social, con salarios de ciudadanía, en una mezcla armónica que no segmente la población de alguna manera. En realidad, los habitantes de la ciudad condal, muchos de ellos trabajadores de low cost y baja productividad, con el modelo actual, no pueden encontrar ni alojamiento razonable ni retribuciones coherentes con su consumo: el coste prohibitivo de vivir en BCN para un millón y pico de trabajadores difícilmente la puede combatir la vivienda social, amalgamada en una extensión de terreno tan limitada, ni el control de alquileres. El espacio de la ciudad condiciona y vivir en BCN resulta imposible para los jóvenes que no heredan viviendas de sus ancestres a la ciudad, o incluso hay que prefieren vender y marcharse al extrarradio que quedarse. La economía expulsa a los trabajadores, ahora ya a la mitad (muchos, votantes de las mayorías actuales). Los que gobiernan saben que, sin resolver estos temas, su mayoría se desvanece. Pero la pretensión de un cosmos BCN con turismo de lujo y a la vez de mochileros, con cruceros, youth hostels, gamberra y de Vinçon, es probablemente imposible: la economía dice que la ciudad, con todo el atractivo que muestra, es y tiene que ser cara, con un coste de vida elevadísimo (el precio de las ramblas, por todas partes) que, por cierto, es la única manera de pagar salarios más altos y mejorar el turismo que recibimos. Y con una fiscalidad elevada capaz de mantener la ciudad limpia, pulcra y segura. Digámoslo claro, el beneficio directo solo lo recibirían unos pocos; quizás para bien de los indirectos, más extensivos a ciudadanos y poblaciones próximas. ¿Ciudades dormitorio? No completamente. Con nuevas condiciones logísticas, serían zonas residenciales y pulmones de una ciudad lo bastante ya ahogada. Esta visión de economía política facilitaría un posible marco de acuerdo en el que los trabajadores, con más ingresos que ahora, encontraran viviendas en la corona de la ciudad y funcionara a su favor un modelo con jornadas menos intensivas de trabajo y un transporte de alrededores que minimizara el coste de los desplazamientos. Ningún gueto interno de inmigrantes dentro de la ciudad sería ya razonable; ni la persistencia de zonas deterioradas de alquileres bajos que en todo caso tienen, en sí mismas, grandes valores patrimoniales que se están perdiendo. Sin rehuir eufemismos: acabaría viviendo en BCN quien se lo pudiera pagar, a precios altos que, en parte, devolverían a los trabajadores que habitarían el extrarradio, donde sí que encontrarían vivienda y una sanidad, una educación y unas zonas verdes mucho mejores que las que pueden ofrecer los espacios limitados de determinadas áreas de la ciudad condal hoy, a los precios medios de empleo y de consumo prevalentes. A cambio, buenos servicios logísticos y mejores salarios: este podría ser el equilibrio.

Está claro, sin embargo, que eso cambiaría la característica del votante medio de BCN y, por naturaleza, forzaría la osmosis de intereses de la ciudad y de buena parte de la otra Catalunya, que recibiría aquella externalidad. Tren y metro de Girona a Reus, en un transporte público fluido que articule los brazos y piernas del cerebro, donde reside buena parte de la dirección y el talento. Alguien puede identificar, con lo que comento, aquello de "es la economía, estúpido," pero tal como lo veo, otras soluciones son tanto deseables como imposibles.